Para la ministra Aído, el feminismo radical y la pseudoprogresía abortista el feto viene a ser algo así como un grano. De modo que con una limpieza con rayos láser en una buena clínica privada, asunto concluido, y si es con el 20 por ciento de descuento, como en Andalucía con el "carné joven" que otorga la Junta, pues mejor que mejor. Al fin y al cabo, para la ministra de Igualdad y para el presidente del Gobierno andaluz, José Antonio Griñán, el de las clínicas abortistas es un negocio como otro cualquiera. Se limitan a "reventar granos". Todo legal. Lo de la ética o la moral ya no se lleva; no vende ni como negocio electoral. Para la nueva caterva política de España, lo importante es la "pela". De hecho, hay muchas críticas referidas a que detrás de la nueva ley que convierte el aborto en un derecho se encuentra un entramado de empresas de clínicas privadas dedicadas a este negocio, que mueve 150 millones de euros al año, y que urgían la reforma porque algunas de ellas están inmersas en causas judiciales por pasarse la legislación anterior por debajo de donde se pasan cualquier tipo de ética, moral o ideología, o sea, por el abortadero. De modo que puestos a que lo "progre" es este negocio, pues, hale, a hacer caja. La Junta de Andalucía, por ejemplo, dados los tiempos de crisis que corren, podría iniciar una campaña turística mundial de "aborto y playa", con descuentos para jóvenes y adolescentes de un 20 por ciento o hasta de un 40, si los "granos" a destruir son mellizos o gemelos. Gran industria de futuro si se tiene en cuenta que las previsiones son que España se convierta en 2020, si el Tribunal Constitucional no lo remedia, en el mayor matadero de Europa, con más de 220.000 abortos anuales, o sea, 220.000 genomas muertos al año. ¡Tilín, tilín! Es la caja registradora de los asesores de la ministra y de la posible industria andaluza en ciernes. No hay genocidio que por bien no venga. Aquí vale todo.
Un cacho de carne
Lo dijo Aído, ese pozo de sabiduría, con total convicción: un feto de 13 semanas es un ser vivo, pero no un ser humano. O sea un cacho de carne. Después lo quiso arreglar con otra aseveración tan ética y, sobre todo científica, como la anterior: "Para mi la vida humana no tiene ningún valor hasta el nacimiento". La comunidad científica se le echó encima, en el buen sentido, para ilustrarla en que desde el momento en que se unen un óvulo y un espermatozoide se forma una célula y luego otra y así sucesivamente. Y desde el principio hay en ellas un código genético, base de la vida, que no pertenece a la madre ni al padre, sino que es personal e intransferible y que a las 14 semanas de gestación, que es hasta cuando la nueva ley del aborto pretende que se pueda eliminar el feto sin restricciones, esas células con código genético propio ya disponen, además, de un corazón que late, unos vasos sanguíneos que lo mantienen vivo, unos ojos, unas manos y pies con dedos bien definidos y el resto de órganos y músculos humanos en plena formación. Ya es toda una personita para el mundo científico; no para la ministra ni su cohorte de progreseros, matarifes y mercaderes, para quienes la diferencia entre persona, o sea vida humana, y cacho de carne es una mera cuestión de minutos, justo lo que dura el parto. O sea, con un minuto de respiración fuera del útero materno, después de nueve meses de gestación, el cacho de carne es persona con derechos; un par de minutos antes, también con nueve meses de gestación, es ser vivo, o sea, cacho de carne, pero no humano y mucho menos persona. Afortunadamente, este supuesto de aborto libre sin plazos no está contemplado en la nueva ley, pero hay voces de la "regresía" intelectual que la defienden con entusiasmo. De modo que, si esa tendencia sigue llevando las riendas de este país, no es descartable que en un futuro no muy lejano esta teoría se incorpore a la norma para ampliar el negocio. ¡Tilín-tilín! Es, de nuevo, la caja de los asesores de la ministra con los ojos haciéndoles chirivitas con el anagrama del euro.
El dolor de la trituración
¡Qué barbaridad! ¡Cuánta demagogia! ¡Cuánto meapilas! ¡Cuánto odio contenido! Dicen la ministra y sus seguidores, sus feministas furibundos, sus mercaderes de las clínicas abortistas y sus asociaciones y oenegés harticas de subvenciones, pero la realidad científica es la que es. El ser humano lo es desde el mismo momento en que el espermatozoide y el óvulo se funden y crean una célula con un código genético que no es propiedad del padre ni de la madre. Otra evidencia científica reciente revela que el feto cuando presiente un objeto extraño que se le aproxima, como la pinza abortiva o el triturador, siente miedo y lo rechaza, porque no se trata de unos gramos de morcillo y tocino, como les conviene a Aído y sus acólitos, sino de un ser vivo con un cerebro que desde los primeros meses de gestación le capacita para sentir el dolor de la trituración abortiva y el miedo a la muerte. Otra evidencia es que, ya sea un cacho de carne o un ser humano, de lo que estamos hablando es de la gestación de un hijo o de una hija, desde su forma más básica, la célula, hasta su primer aliento con oxígeno extrauterino. ¡Un hijo! Lo demás, no es más que política y negocio.
Cuestión de ética, no de ideologías
Ni siquiera es ideología. En una magnífica "Tercera" de ABC el recientemente fallecido Miguel Delibes recordaba que hasta hace muy poco el atractivo "ideario de izquierdas se basaba fundamentalmente en la defensa de la vida, en el pacifismo contra cualquier forma de violencia y, sobre todo, en la defensa del débil, o sea del obrero frente al patrono, del niño frente al adulto, del negro frente al blanco". La nueva progresía se ha plegado a las tesis de Aído, pero en muchas conciencias de la izquierda real se mantiene vivo el debate porque consideran al feto como un ser humano débil cuya vida hay que proteger frente al adulto y frente a los poderosos patronos del negocio abortista.
Ni siquiera aguanta el discurso feminista. Un embarazo es cosa de dos, de un hombre y una mujer, sin embargo, el varón, o sea el padre, no cuenta en este asunto, porque como la que pare es ella, es la única que tiene derecho a deshacerse de ese bien común. Falaz argumento el de "nosotras parimos, nosotras decidimos" porque con esa premisa también se podría llegar a vindicar el derecho de la mujer a matar a su bebé recién nacido porque es ella quien lo ha parido y ostenta el "título de propiedad". Y, desgraciadamente, es cada vez con más frecuencia una realidad social la del bebé arrojado vivo al cubo de la basura. Con la ética por los suelos, todo es posible.
Al servicio del macho
El caso es que en todo este asunto del aborto, el varón se va de rositas. Las cicatrices en la carne y en el alma, como siempre, se las queda la mujer. Tantos siglos de civilización y progreso para regresar de nuevo a la caverna, al machismo de la tribu. Como la de los indios "yanomamo", entre Venezuela y Brasil, y su visión materialista y primitiva de la vida, exenta de conciencia. Según los estudios del antropólogo norteamericano Marvin Harris, el primer parto de la hembra debe ser un varón, para evitar la paliza del marido y el repudio social. Por lo que las hembras que nazcan con antelación al "heredero" son aniquiladas sistemáticamente. También por economía. Practican el aborto con plantas del bosque o por métodos más expeditivos como las patadas en el vientre hasta acabar con el feto y, a veces, con la madre, para mantener un equilibrio con la disponibilidad de alimentos. Puro egoísmo, siempre a favor de la vida del macho. Curiosamente, la población masculina, que debería ser la más mermada por las continuas guerras entre tribus, dobla a la femenina, de donde se deduce que una buena parte de las hembras son eliminadas nada más nacer. Harris sostiene que la tendencia podría ser cambiada por las mujeres, pero a ellas tampoco les conviene. A más varones, más cazadores y más proteínas que llevarse al goleto. Un concepto tan materialista como el que practican los ¿progres? de ahora: un 20 por ciento de descuento en los abortos da para muchas proteínas.