Más allá de algunos fenómenos de superventas, más sociológicos y mediáticos que literarios, todos los informes indican que el libro parece estar en retroceso. En una sociedad donde domina lo hedonista, donde las nuevas generaciones casi nacen con el ordenador y la Play Station bajo el brazo, el esfuerzo que puede suponer la lectura parece una batalla perdida.
Si uno puede ver una película en su teléfono móvil (que además será de consumo fácil), para qué dedicarse a abrir unas tapas y esforzarse en descifrar lo que nos dicen un montón de letras juntas. Hay que forzar la vista y sobre todo la imaginación, hacerse preguntas, adentrarse en laberintos, profundizar, plantearse cosas... con lo cómodo que es el ofrecimiento de dártelo todo resuelto con sólo pulsar unos botones. Además, ahora viene la famosa crisis, con lo que, si la compra de libros era escasa, se reducirá aún más porque no es un elemento necesario.
De poco sirven las campañas, que nos metan por la televisión lo útil que es leer, que los famosos de turno aconsejen la lectura o que algunos voluntariosos profesionales de la enseñanza se empeñen en que sus alumnos abandonen por un momento los videojuegos para inmiscuirse en la lectura. Cuando hasta algo tan sugestivo como las palabras e historias de Cortázar les parecen aburridas, poca alternativa parece haber.
¿No habremos sacralizado el libro, convirtiéndolo en una especie en extinción con todas las protecciones oficiales? Quizás sea necesario lo contrario, que el libro se convierta en un elemento peligroso, un subvertidor que propicie el desorden en vez del orden, que pertenezca a lo peligroso en vez de a lo recomendable por todas las instituciones y gentes de bien.
Si tenemos en cuenta prohibiciones históricas, como la 'ley seca' americana, que no consiguió acabar con el consumo de alcohol, que somos uno de los primeros países consumidores de cocaína, que las drogas 'prohibidas' nunca han desaparecido por la represión e incluso en muchos casos han generado una cultura popular a favor de su consumo, quizás habría que plantearse prohibir el libro.
Cuando hoy el avance tecnológico va a producir potentes ordenadores en un tamaño mínimo y los teléfonos móviles son un todoterreno, la utilidad práctica del libro impreso, tal y como lo parió la imprenta de Gutenberg, parece cada vez menos necesario. Hoy bastaría con reducirlo a una utilidad oficial y, eso sí, exponerlo en algún museo, como cuestión de un pasado bárbaro, pues, al fin y al cabo, muchos libros han servido para la violencia y la guerra.
De esta forma, estaríamos ante algo ilegal y peligroso, cuestión que todos sabemos tiene su atracción. Porque, ¿quién en su infancia no ha tenido la tentativa (o la ha llevado a cabo) de hacer lo que la autoridad paterna o escolar decía precisamente que no se debía hacer?
Ante esto, siempre habrá quien tenga la romántica necesidad de leer en papel, de palpar con el tacto su rugor, su aroma, esa dependencia que supone encontrarse con unas letras llenas de historias, emociones... Existiría así esa inmensa minoría que seguiría utilizando el libro clandestinamente, como hoy hacen los que lían un 'porro' bajo la mesa, con la mirada avizor por el temor a ser descubierto.
Se crearía una sigilosa comunión de personas que comparten un placer prohibido, que buscarían por las ciudades locales clandestinos donde se vendiesen libros, creándose así una especie de secreta religión.
¿Alguien se imagina un delito más atrayente que ser traficante de libros y que cuando hubiese una redada los pillados saliesen con las muñecas esposadas y en alto, con el elemento del delito entre sus manos? Incluso los más valientes gritarían: «¡Viva el libro!».
Y, por supuesto, con la prohibición empezaría un clamor, quizás silencioso al principio, más tumultuoso después, que pidiera la libertad del libro. Camisetas, pegatinas, chapas... y hasta manifestaciones solicitando el fin de la prohibición. Y que algún grupo musical llevase en alguna canción una combativa letra anti-prohibicionista, de forma que en conciertos y bares de copas, cuando sonase esa música, todos botasen al ritmo de: «¿Li-li-bro, lega-lega-lización!».
Es, sin duda, una fantasía, pero, si el libro quiere vivir (y su esencia más que su forma), debe recuperar una energía, una fuerza trasgresora que a lo mejor no le dan ni la mercadotecnia, ni casposas campañas oficiales.