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lunes, marzo 21, 2011

Dolor limpio, dolor sucio por Fernando Paulsen

Dolor limpio, dolor sucio

  •  testimonio de James Hamilton en Tolerancia Cero

posteado por: Fernando Paulsen

Escribo esto a la 1:30 de la mañana. Todavía golpeado por la inmensidad del testimonio de James Hamilton en Tolerancia Cero. Trato y trato de imaginar el impacto de un testimonio sin bozal ni cedazo, infrecuente hasta la vergüenza de constatar la abundancia de indirectas y eufemismos en el lenguaje cotidiano. Sí, Hamilton dijo en cámara que el anterior arzobispo de Santiago, Francisco Javier Errázuriz, "es un criminal". Y, sí, mencionó a cuatro obispos de la iglesia católica, por sus nombres, como posibles cómplices o encubridores de los abusos sexuales de Fernando Karadima. Y lo dijo en vivo, al aire, sin titubear, agregando datos tras cada nombre, como para que no quedaran dudas que era a ellos exactamente a quienes se refería.
 
¿Cuánto tiene que padecer una persona para estar dispuesta a arriesgar penas sociales, laborales y familiares inmensas con tal de transmitir a otros lo que pasó en la intimidad de una parroquia? Mientras más lo pienso, más me acuerdo de un libro intrascendente que, por error, compré hace como tres años antes de subirme a un avión en el aeropuerto de Boston, EEUU. Digo por error porque creí que el libro era sobre Martha Beck, una de las asesinas en serie más famosas de ese país, y descubrí que Martha Beck era el nombre de la autora y el libro era de sicología pop, de esos de autoayuda para -en diez pasos- cambiar tu vida por la fuerza de tu voluntad.
 
Fue en ese libro de tránsito donde por primera vez leí sobre un sicólogo llamado Steven Hayes y su diferenciación entre lo que denominaba dolor limpio y dolor sucio.
 
Dolor limpio es aquel que se produce por acontecimientos que son parte de la vida: una fractura haciendo deporte, la muerte de un ser querido, cuando te patea una polola, el despido del empleo, el accidente en la carretera. Todo eso causa dolor, se padece intensamente por un tiempo y puede superarse con aceptación, terapia o, simplemente, cuando se recupera el hueso, se encuentra un nuevo trabajo o aparece un nuevo amor.
 
El dolor sucio, sin embargo, es autoprovocado y autosustentable. Crece en la intimidad de la mente como una constante subvaloración, un goteo incesante de menoscabo sobre nosotros mismos. Se basa en las razones que nos damos para que nos haya pasado lo que nos duele, y por qué lo que nos ocurre nos hace diferentes. Es el "cómo soy tan débil y tan malo para la pelota", de la fractura; el "por qué no estuve más tiempo con mi papá", o el "no puedo vivir sin ella"; el "soy un bueno para nada", luego de ser despedido; el "no tengo perdón de Dios", del conductor del auto que se estrelló a toda velocidad. El dolor sucio puede permanecer mucho más en el tiempo, trapea con la autoestima, no tiene medicamento que lo calme y se reproduce cada vez que se debe enfrentar un evento similar.
 
En los relatos de las víctimas de abusos sexuales en el Caso Karadima todos mencionan el dolor y la angustia de no haber sido reconocidos como víctimas por años. La desatención intencional de la iglesia católica durante mucho tiempo alimentó la mantención de ese dolor sucio, incluso cuando las víctimas habían reconstruido sus vidas, se habían convertido en profesionales y se readaptaban a la liturgia de la vida cotidiana. El dolor limpio había sido superado, pero el sucio, el que te sigue como sombra, estaba ahí más  vivo y presente que nunca, a medida que se les ignoraba, se les dilataba, se les mentía. Fue ese dolor sucio el que se advertía en cada palabra de Jimmy Hamilton este domingo. Porque si bien el nuevo arzobispo les había pedido perdón el viernes, "a nombre de la iglesia", la reivindicación que esperaban tenía que ver con ellos mismos, con la forma cómo se presentaban en sociedad después de fallos vaticanos y reaperturas de juicio. Un atisbo de esa imagen de víctima recientemente reconocida fue la elocuencia brutal de Hamilton para nombrar y apuntar, sin temer represalias ni querellas, porque lo que duele ahora es el silencio propio de años, la confesión de la anterior pasividad y la convicción de que ese dolor sucio se cura en gran parte con un tsunami de verdad sin cálculo.
 
Esa es la paradoja del caso Karadima. Las primeras denuncias se trataron como se trataban todas las que implicaban sacerdotes en abusos sexuales: dilatando investigaciones, negando la credibilidad de los denunciantes, amenazando con represalias. Lo anterior conduce inevitablemente a un manto de silencio eterno sobre lo denunciado. No se filtran detalles, se protegen nombres y se aparta del grupo a los denunciantes. Así ha sido por décadas. Hasta que un puñado de víctimas, con mucho que perder, arriesgan perderlo todo para que las cosas se sepan. Si no es dentro de la iglesia, entonces fuera, en los tribunales ordinarios. Que se sepa la verdad inicia el proceso de reparación del dolor sucio. Y se juntan cuatro, más un abogado, y arman un caso basado en las experiencias de cada cual. Por eso sus testimonios son tan descriptivos, llenos de información precisa, más que de opinión y teorías. Porque es a partir de lo que conocen y les desgarra, sus casos y sus silencios de años, que se construyen los testimonios que les devuelven la dignidad al cuerpo.
 
La memoria es la última reserva personal contra el poder de las instituciones. Las víctimas de Karadima son hoy más fuertes que él y que su feudo en la Parroquia El Bosque. La paradoja consiste en que inspirados en la arrogancia de dos mil años de métodos y maquinarias de dilación e investigaciones destinadas al basurero, el resultado ha sido la creación de un ruido ensordecedor, que ya no se puede detener con dinero, ni amenazas, ni con la administración voluntarista de la furia de Dios.
 
"El arzobispo Errázuriz es un criminal". "Juan Barros, hoy obispo, violó un secreto de confesión". "No se investigaron dos suicidios de niños del mismo nivel en el colegio Verbo Divino". Las frases no se detienen y pueden gatillar a  otros católicos para que aporten a la transparencia, ampliándola geográficamente, contando sus casos y dejando que el flujo largamente contenido inunde los lugares públicos y descubra a los responsables.
 
La vieja iglesia institucional y sus prácticas están bajo juicio y eso a muchos les molesta. Hay demasiada transparencia, mucho testimonio detallado, poco miedo. Hay entre las víctimas mucha rabia contra uno mismo, el más fuerte de los dolores sucios, exigiendo, por fin, que se equilibren las voces de la jerarquía con las de las víctimas. En esa ecuación de relatos, los documentos archivados, las copias firmadas, el código canónico se enfrentan a gente que habla y cuenta eventos, nombrando a los presentes por sus nombres, yendo abuso por abuso, sin demora, toqueteo tras toqueteo del otro lado de una puerta cerrada, habiendo decenas que saben lo que pasaba detrás de la puerta y que hoy observan, con horror, como sus nombres pueden ser expuestos y les falta la coartada. La memoria gana terreno y opone al ritual milenario de la negación tan solo la palabra.
 
Es la hora de las víctimas. "Fiat justitia ruat caelum", dicen Hamilton, Cruz, Murillo y los que vendrán. "Que se haga justicia, aunque se venga abajo el cielo".

 
Créditos: Foto Jim Champion Flickr © creative commons


CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN .
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
Diplomado en "Gestión del Conocimiento" de la ONU
Diplomado en Gerencia en Administracion Publica ONU
 
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