Martes 09 de Octubre de 2012
«Santa viviente»
Un reciente artículo del Financial Times afirma que Michelle Bachelet es lo más cercano que hoy tenemos los chilenos a una «santa viviente»: idealización virginal e intocable, proyección de todas nuestras esperanzas llevadas hasta el altar de la adoración. Un mito que sin duda resume la carga de emocionalidad que simboliza su figura y que la tiene en la actualidad con enormes posibilidades de volver a sentarse en el trono celestial.
Diversos estudios de antropología cultural explican la devoción de los pueblos de América Latina por María, «la madre» del redentor, seno natal y acogedor en el cual una cultura mestizada a la fuerza pudo proyectar sus anhelos de origen y de seguridad identitaria. En efecto, el fervor mariano ha sido una constante en nuestra historia continental, y no faltan ocasiones en que vuelve a encarnarse en un personaje del presente. Los argentinos lo han vivido intensamente en estas décadas en el mito de Evita, y Chile al parecer lo estaría reeditando ahora en la figura de Sor Michelle de Los Andes.
El problema para nuestra futura santa presidencial es que el mito está siendo forzado ahora a descender del inefable «más allá», para convertirse nuevamente en un actor político, sometido a todas las miserias y desengaños del «más acá». Un desafío enorme, en el cual no sólo la realidad misma terminará por chocar con todas las idealizaciones propias de la mitificación, sino que obligará también a Bachelet a tomar en sus brazos a una «criatura» —la Concertación— cuya imagen en el Chile de hoy es cualquier cosa menos santa, ascética o angelical. Aterrizar en el país y en la política significará para la ex Presidenta dejar el cielo para llegar a un lugar muy parecido al infierno, un escenario no precisamente idílico y donde su séquito de acompañantes no tiene nada de los bíblicos apóstoles, salvo, quizá, de uno solo…
Que los chilenos consideremos que un verdadero liderazgo político es aquel que no tiene opinión sobre ninguno de los problemas que nos afectan es algo que nos desnuda a cuerpo entero. Aquí, lo que se premia es el silencio, la distancia táctica, la decisión de no asumir definiciones. El ideal para los partidarios de Bachelet sería no sólo que no hubiera primarias, sino que ni siquiera tengamos campaña presidencial, y que la candidata pudiera llegar el mismo día de las elecciones a emitir su voto y ser proclamada Presidenta. Y ojalá, también, que durante su gobierno fuera posible pasearla como al Papa, muda y en una ánfora de cristal, para que el pueblo fervoroso salga a su paso a saludarla y venerarla.
Pero no: la política y una campaña presidencial no son eso. Por más intentos que hagan sus acólitos, ser candidato presidencial es precisamente estar sobreexpuesto, obligado a responder interpelaciones, a asumir los costos de las definiciones, a tomar partido por una posición y no por otra. Y el problema, de nuevo, es que Bachelet no será candidata en solitario, sino «de» la Concertación, un conglomerado sin legitimidad, con una historia de la cual hacerse cargo, y con una fractura interna que se ahonda día a día, asociada a proyectos políticos distintos, entre cuyos representantes no hay ya ni afectos ni complicidades comunes.
En definitiva, un desafío gigantesco, donde la encarnación de un mitocasi religioso deberá someterse a los rigores terrenales para intentar conjugar cosas que son en realidad inconjugables. Una tarea imposible, llena de riesgos y con altas probabilidades de fracaso. Es cierto: «los caminos del Señor son misteriosos» como dice el texto bíblico, pero, en rigor, hay que tener una fe francamente divina para creer que se puede recorrer el vía crucis de una presidencia dos veces, y terminar en ambas santificada por la historia.
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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