Por Guillermo Jaim Etcheverry
Cuando se analiza el problema que plantea la educación médica, resulta habitual enunciar una serie de buenas ideas y mejores propósitos. La experiencia obtenida a partir de un contacto más estrecho con la formación universitaria, me ha llevado a pensar que este problema no es sino un reflejo de la situación del conjunto del sistema educativo. Las tendencias que en él se observan influencian decisivamente mucho de lo que sucede en nuestras universidades en general y en nuestras facultades de medicina en particular.
De allí que en esta ocasión haya decidido formular unos pocos comentarios relacionados con ese marco más amplio en lugar de desarrollar temas específicos. Plantearé algunas ideas intencionadamente polémicas porque pretendo estimular la imprescindible reflexión sobre algunas de estas cuestiones. Estoy seguro de que la posición correcta seguramente se encuentra en algún punto intermedio entre las tendencias que hoy gozan de mucha popularidad y la visión que me propongo exponer. Lo hago, precisamente, como una contribución a la búsqueda de esa zona gris porque advierto el peligro al que nos puede llevar la adhesión acrítica, sin ninguna resistencia, a muchas de las tendencias educativas contemporáneas.
El cambio permanente
Entre los signos distintivos de la sociedad actual se pueden identificar la fascinación por la velocidad, el prestigio de lo nuevo, la obsesión que nos persigue por el cambio permanente. A esas tendencias no escapa la educación. Esta es la razón por la que las estructuras educativas, en todos sus niveles, están sometidas a constantes mutaciones.
Cuando se escucha el discurso de los reformadores de la educación, es preciso concluir que todo lo que se hizo hasta ahora tuvo resultados desastrosos. Gracias a la denigrada "pedagogía tradicional", parecieran haberse formado una suerte de individuos estúpidos, memorizadores de informaciones inútiles, simples repetidores obsesionados por las evaluaciones, desmotivados por continuar aprendiendo durante el resto de sus vidas, dotados de un pensamiento infantil, incapacitados para trabajar junto con otros, bloqueados en toda discusión.
En suma, unos pobres y despreciables ignorantes, desprovistos de juicio crítico y carentes de personalidad. Como el resultado de esos métodos perversos somos nosotros mismos, hay que advertir que es a nosotros a quienes describimos cuando criticamos a los que hoy denominamos despectivamente "métodos tradicionales de aprendizaje". Los caracterizamos recurriendo al peor de los calificativos, porque para la sociedad actual no hay nada más degradante que considerar que algo es "tradicional".
En el contexto de una cultura que se horroriza ante el esfuerzo, que concibe a los estudiantes como indefensas víctimas explotadas por un sistema despiadado, que ha decidido que el conocimiento de lo concreto ya no importa porque los datos están en las redes de información antes estaban en los libros pero a nadie se le ocurría afirmar que había que ignorarlos ha aparecido una pedagogía acorde con esas aspiraciones.
Es la que nos promete un estudiante activo, motivado, interesado por aprender durante toda la vida, dotado de pensamiento adulto, capacitado para trabajar con los demás. Muy diferente, en fin, de esto despreciable que somos nosotros mismos.
Una pedagogía desvelada por la relevancia y por eso centrada en lo "útil", como si resultara posible anticipar qué y cuándo algún conocimiento nos será útil.
Una pedagogía promotora del "estudiante entretenido" y activo, distante de quienes hoy se "aburren" ante la propuesta de estudiar algo en profundidad y con seriedad.
Una pedagogía estimulante de la discusión, aunque la sustancia del debate no refleje más que la ignorancia acerca de los aspectos más elementales de lo que se discute.
Se reconocen entre estas muchas de las ideas que subyacen en no pocos intentos de renovación de la enseñanza en nuestras escuelas de medicina. Para peor, en muchos casos, a menudo ni siquiera contemplan la necesidad de disponer de los recursos materiales y de las personas que permitan encararlos con un mínimo de seriedad. Desconocemos una realidad que nos señala, implacable, que no contamos ni con los alumnos ni con los docentes capacitados para desarrollar programas cuyos beneficios, además, están aún lejos de ser demostrados.
Como todos nosotros conservamos el recuerdo del esfuerzo que nos demandó educarnos y, además, vivimos en una sociedad que mira con espanto toda apelación a ese esfuerzo, pensamos que lo podremos hacer más sencillo, más rápido, más "relevante". Olvidamos muchas veces que los estudiantes tienen derecho a comprender la complejidad, a enfrentarse con la dificultad, a ejercitarse en la abstracción. Por eso, sería muy saludable que sometiéramos a la crítica las teorías que sustentan los experimentos que hoy llevamos a cabo con nuestros indefensos alumnos.
Debemos advertir algo evidente en todos los niveles de la educación: los maestros están negando precipitadamente la función de enseñar que hoy parece haberse convertido en vergonzante. En una encuesta realizada hace pocos años entre docentes del ciclo primario y medio en la Argentina, el 73 % se considera "facilitador del aprendizaje", mientras que solo el 13 % se concibe como "transmisor de cultura y conocimiento". El 61 % considera como su misión más importante "desarrollar la creatividad y el espíritu crítico", mientras que solo el 28 % estima que de ellos se espera la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes. El 13 % considera a esta, la transmisión de conocimientos actualizados y relevantes, su función MENOS importante.
Estamos así ante el milagro del desarrollo de la creatividad pura, en un vacío de conocimientos. ¿Serán tan creativos los adolescentes que, en número creciente egresan de nuestras escuelas, sin poder pronunciar frases dotadas de sentido, sin comprender lo que leen según el estudio PISA 2006 el 58 % de los jóvenes argentinos de 14 años que están cursando la educación media carecen de la capacidad de comprender lo que leen carentes de la capacidad de realizar simples abstracciones, todo ello como resultado del hecho de que a nadie le interesó enseñarles algo?
Existe un horror contemporáneo a asumir la responsabilidad de enseñar, porque esa actitud implica una asimetría en la relación docente-alumno que resulta políticamente incorrecta. ¡Hasta se ha llegado a debatir si quienes dirigen los "grupos de discusión" deben o no conocer los contenidos del curso! No es extraño, pues, que ante estas posiciones estén surgiendo en todo el mundo movimientos que se proponen, "volver a enseñar". Están convencidos que "aprender a aprender", como está de moda preconizar hoy, se aprende aprendiendo algo.
Quiero proponer la tesis de que nos resistimos a admitir que la enseñanza es, ante todo, ejemplo. Ejemplo del maestro atraído por el conocimiento. Esforzado ejemplo a imitar con esfuerzo. Como lo afirmara Albert Einstein, "Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única." Estoy convencido de que el principal determinante de una buena escuela, de una buena universidad sigue siendo, como siempre lo ha sido, contar con buenos profesores. Eso trasciende el curriculum, la organización, el método, las computadoras, los proyectores, todo. Porque el objetivo central de una institución educativa que pretende ser importante es que sus alumnos entren en contacto directo con personas excepcionales. Que las vean, las escuchen, las sientan pensar.
Una vez que esos jóvenes han sido poseídos por el virus de lo absoluto, una vez que han visto, oído, hasta olido la fiebre y el fervor de aquellos que buscan desinteresadamente la verdad y, en nuestro caso ayudar compasivamente al otro que sufre que es lo que siempre hemos intentado hacer persistirá en ellos algo de esos resplandores singulares. Por el resto de sus vidas o de sus carreras, en la mayor parte de los casos rutinarias y poco distinguidas, esas personas llevarán dentro de si alguna defensa contra el vacío interior.
Muchas estrategias de modernización nos pueden conducir al descenso en la calidad de la enseñanza, superficializándola y acentuando su banalidad. Lo que es peor, la tecnocracia educativa conduce al desprestigio de la figura del docente, que es quien representa el valor social del conocimiento. Al desvalorizar la persona del docente, mostramos a las jóvenes generaciones que lo que ellos hacen no nos interesa.
Un profesor de la Universidad de McMaster en Canadá, decía no hace mucho: "Pienso que, particularmente desde los años 80, la palabra maestro se usa cada vez menos debido a lo que creo es un concepto equivocado de promoción de la persona como entidad individual y no dependiente de sus modelos". Citaba luego a uno de sus alumnos que señalaba: "En las universidades hay muchos profesores, pero pocos maestros". Es tristemente cierto. Lo que esos maestros enseñan, a quienes enseñan y el dónde y el cómo enseñan, continuarán cambiando. Pero lo que no debería cambiar es lo que significa para la sociedad la esencia de esa enseñanza: el ejemplo del maestro.
En el contexto de una práctica de la medicina como la actual, guiada crecientemente por consideraciones económicas, es más importante que nunca educar además de entrenar, al futuro médico, para que al menos conserve el núcleo de convicciones que han distinguido a nuestra profesión, hoy tan gravemente amenazada. Convicciones que nos han llegado prácticamente intactas desde la época de Hipócrates, como se advierte en el Juramento Hipocrático, uno de los más bellos documentos que ha producido la ética humana. Esa línea sigue inmutable, porque hoy los médicos seguimos haciendo lo mismo. Aunque utilicemos técnicas muy distintas a las de entonces, no debemos perder de vista la esencia de nuestra misión. Una misión humana por excelencia, transmitida por humanos que saben y que saben hacer, una misión intraducible a los criterios de eficiencia de las empresas.
La "moda evaluativa"
Precisamente, una de las características que mejor define la situación de la universidad actual es su acelerada incorporación a la lógica empresarial y comercial que hoy domina todas las esferas del quehacer humano. Se está instalando con fuerza avasalladora la concepción que sostiene que, para justificar su existencia, resulta imprescindible que la universidad y la educación en general exhiba resultados mensurables y comercializables. Cuánto entra, cuanto sale, a qué costo, qué más se puede vender. De allí que se apliquen a la institución y a sus "productos", los mismos criterios con los que se juzga la productividad y la eficiencia de las empresas que comercializan bienes, en este caso la educación, transformada en uno más entre los bienes transables. No solo se industrializa la salud, también lo hace aceleradamente la educación.
Esto lleva a emprender evaluaciones de todo tipo para justificar la existencia de la universidad ante sus "clientes". Para demostrar la eficacia institucional se establecen complejas relaciones entre la inversión y los supuestos "productos". Esta lógica empresarial ha conquistado de manera acelerada un territorio que, hasta no hace mucho, respondía a valores culturales y académicos y no a los puramente materiales y comerciales. Parecería no advertirse que resulta imposible aplicar la lógica de las empresas a un "producto" tan difícil de definir como "un estudiante educado" o un conocimiento significativo. No es tarea sencilla distinguir entre la educación y su certificación, entre pensar y procesar la información, entre producir conocimiento y simplemente consumirlo.
Es con preocupación que debe advertirse el advenimiento a la esfera de lo público de un grupo de administradores, por lo general jóvenes y bien entrenados, que reciben por la tarea de gestión y control, salarios que superan en varios órdenes de magnitud a los de los propios gestionados. Esta floreciente burocracia, definidora de la calidad y predicadora de lo obvio, alienta las evaluaciones y los controles que, sobre todo, sirven para su perpetuación. Demuestra, además, una falta de percepción de la realidad que puede tener trágicas consecuencias para nuestros países, porque no pocas veces se imponen criterios, generados en contextos muy diferentes.
La calidad de una universidad o la de una escuela de medicina no es equivalente a la de una empresa. Se trata, sobre todo, de emprendimientos culturales y deberíamos resistirnos a que se nos quiera convencer de que están guiados por las mismas reglas de las empresas o los comercios. El público, tan afecto a los rankings, rápidamente adhiere a mediciones de este tipo. El peligro es que también lo está haciendo la propia comunidad académica sin siquiera someterlas a la crítica.
Conclusión
Son numerosas las graves amenazas que se ciernen sobre nuestras universidades y escuelas de medicina que no resulta posible ni siquiera enumerar por la escasez de tiempo. Como lo señala el académico estadounidense Bill Readings en su libro "La universidad en ruinas", "las universidades se están transformando en corporaciones transnacionales en las que la idea de la cultura está siendo reemplazada por el discurso de la 'excelencia'. Si bien, a primera vista, esta mutación no parece peligrosa, deberíamos ser cautos en adherir rápidamente a este enfoque tecno-burocrático. Esta nueva 'Universidad de la Excelencia' es, en realidad, una corporación movida por las fuerzas del mercado y, como tal, está más interesada en los márgenes de beneficio que en el pensamiento."
La universidad se está convirtiendo en un servicio más en la era de los servicios y se aleja velozmente de aquella ideal comunidad de estudiosos reunidos en busca de la verdad. Una más entre las empresas, la universidad actual persigue como principal objetivo la satisfacción de sus "clientes", alumnos y potenciales proveedores de fondos.
Solo he pretendido dejar la sensación de que muchas de estas amenazas a nuestra misión, como universitarios y, sobre todo, como médicos, ingresan vestidas con el atractivo ropaje de la apelación a la "modernidad" y al cambio. Lógicamente hay mucho por hacer en nuestras facultades, pero es preciso que, como individuos pensantes y críticos aún a pesar de aquella, nuestra inútil formación tradicional consideremos al menos las implicancias que para la universidad del futuro tendrá el sentido hacia donde hoy orientemos esas transformaciones.
Es imprescindible comprometerse a emprender un esfuerzo destinado a convencer a la sociedad de que la educación encierra valores propios y que no es solo la clave de valores económicos. Deberíamos empeñarnos en fomentar en el seno de nuestras propias sociedades el desarrollo de un clima cultural, hoy inexistente, que nos permita contar con una universidad que merezca el nombre de tal. Si conseguimos volver a la idea de que la educación pertenece a la esfera del ser y no a la del tener, que ese ser se aloja en la conciencia de quienes asumen la responsabilidad de ser maestros y no en los circuitos de las máquinas, podremos intentar revertir la tendencia actual que busca convertir a la educación superior en un sector más del floreciente mercado de bienes y servicios.
Por eso considero que el futuro de la educación pasa por el mismo meridiano donde siempre se ubicó, por el que incluye a las personas, las que están apasionadas por conocer y, además, tan interesadas por los otros como para compartir con ellos su conocimiento. Allí es donde reside la única posibilidad de salvación: en el ejemplo, en encarar el esfuerzo de transmitir a las nuevas generaciones la rica herencia cultural a la que las nuevas generaciones tienen derecho por la sola razón de ser humanos. Días atrás, con motivo de los homenajes de que está siendo objeto a propósito de su octogésimo aniversario, Carlos Fuentes decía que, en realidad, las generaciones mayores tenemos la obligación de llevar a los jóvenes las novedades del pasado. Una bella frase que concreta el proyecto humano de la transmisión.
Estamos aquí porque antes que nosotros otros pensaron y tuvieron tanto interés en nosotros como para transmitirnos estas ideas centrales que nos han permitido seguir adelante con nuestras vidas. El mundo no comienza con cada generación, es un fluir continuo y si no advertimos que provenimos de un pasado, difícilmente podamos crear un futuro significativo. Si no nos damos cuenta de que hoy somos pasado de un futuro que vendrá, poco de significativo podremos hacer. Cumplir con esta tarea de transmisión es nuestra obligación y para eso debemos huir de la fascinación contemporánea por la tecnología que nos promete resolverlo todo. No es así, estamos en presencia de herramientas utilísimas, deslumbrantes y maravillosas para quien está preparado a usarlas pero para quien no lo está, vacíos de todo contenido, son simples juguetes de estos tiempos. Lo importante del ser humano sigue siendo su contenido, lo que llevamos dentro, lo que hemos logrado construir cada uno de nosotros en nuestro interior con nuestro esfuerzo y con ayuda, con la guía interesada de nuestros padres, con el apoyo de nuestros maestros, con su dedicación, su atención y su afecto. Esas condiciones personales siguen siendo esenciales. Estamos perdiendo la capacidad de comunicarnos, de hablar, con quienes están a nuestro lado. Pagaremos un alto precio en el futuro por esa pérdida de la capacidad de interrelación personal, del contacto con nuestros semejantes. Lo que nos define como especie es precisamente nuestra capacidad de conocer y de comunicar a los demás eso que conocemos, lo que somos, habilidades que estamos perdiendo aceleradamente. Tenemos que hacer entre todos un esfuerzo para reconquistarlas.
Los médicos tenemos, además, la responsabilidad de entrar a las nuevas épocas con los ojos bien abiertos a lo que nos rodea, a una realidad distorsionada por el entretenimiento y la banalización permanentes, al escándalo de la injusticia y del hambre. Por nuestra formación y por el contacto permanente que tenemos con el otro que llega a nosotros sufriendo y que nos confía lo único valioso que tiene que es su vida. Los médicos tenemos la obligación de intentar ser, al menos, abogados defensores de esas vidas.
Prof.. Dr. Guillermo Jaim Etcheverry
Jornadas IntraMed 2008
Guillermo Jaim Etcheverry (Buenos Aires, 31 de diciembre de 1942) es un médico, científico y académico argentino que fue rector de la Universidad de Buenos Aires (UBA) entre 2002 y 2006. En 1965 se graduó de médico en la Universidad de Buenos Aires con Diploma de Honor. Su tesis de doctorado, realizada en esa universidad y dirigida por el Profesor Eduardo De Robertis, mereció el premio Facultad de Medicina a la mejor tesis en Ciencias Básicas de 1972. Dedicado de manera exclusiva a la docencia y a la investigación en el campo de la neurobiología, desarrolló su carrera en el Departamento de Biología Celular e Histología de la Facultad de Medicina de la UBA en el que ocupó todas las posiciones docentes y del que fue profesor titular y director hasta 2008. Fue decano de esa facultad en el periodo 1986 a 1990, siendo el primer decano elegido por el voto de los claustros desde la intervención de la universidad en 1966.
Fue becario de iniciación y perfeccionamiento del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), institución a cuya Carrera del Investigador Científico se incorporó en 1971 y en la que actualmente se desempeña como investigador principal. Realizó estudios de postgrado en Basilea, Suiza durante 1969 con el apoyo de la IBRO-UNESCO y una beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation le permitió trabajar en el Salk Institute de La Jolla, California, Estados Unidos en el laboratorio de Floyd Bloom en 1978. Sus investigaciones se han centrado en el estudio de los aspectos ultraestructurales y farmacológicos del almacenamiento de neurotransmisores en las terminaciones nerviosas. así como en el desarrollo ontogenético de las neuronas monoaminérgicas centrales y periféricas. Los resultados originales de sus estudios han sido recogidos en trabajos publicados en revistas nacionales e internacionales. De varias de esas publicaciones es o ha sido editor. Es autor de numerosos capítulos de libros de su especialidad.
Interesado activamente desde comienzos de la década de 1980 en los problemas de la educación en el país, es un protagonista activo en el debate público sobre el tema mediante publicaciones y frecuentes apariciones en medios masivos de comunicación. En 1999 publicó un libro, La tragedia educativa, que recibió el premio al Mejor Libro de Educación editado ese año, otorgado por las X Jornadas Internacionales de Educación y que despertó un singular interés.
Es miembro de número de la Academia Nacional de Educación y de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación así como también miembro correspondiente de la Academia de Medicina de Córdoba.
Recibió numerosas distinciones en el país y en el exterior. Entre ellas, cabe mencionar el Premio Bernardo A. Houssay otorgado por el CONICET, el premio Edenor a la Trayectoria y la Mención Especial en Ciencia y Tecnología de los Premios Konex 2003. Miembro del Foro Iberoamérica, en 2001 recibió el premio "Maestro de la medicina argentina". En 2004 fue elegido Foreign Honorary Member por la American Academy of Arts and Sciences de los Estados Unidos de América. Ese mismo año integró el jurado que otorgó los "The Rolex Awards for Enterprise". Desde 2005, preside el Comité de Selección de las becas que otorga la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, Nueva York y ese año fue designado Chevalier dans l'Ordre des Palmes Académiques por la República Francesa. En 2007 recibió la Médaille d'Or de la Societé d'Encouragement au Progres" de Francia.En 2002 fue elegido Rector de la Universidad de Buenos Aires. En la actualidad es presidente de la Fundación Carolina de Argentina, estrechamente relacionada con la Fundación Carolina de España cuyo Patronato preside el Rey Juan Carlos I.
*Fuente Wikipedia