¿LOS BRITISH DE SUDAMERICA?
"En nombre del Estado y de todos los ciudadanos del Estado, el Gobierno desea ofrecer sus disculpas, sinceras y largamente debidas, a las víctimas del abuso infantil por nuestro fracaso colectivo en intervenir, en detectar su sufrimiento, en venir a su rescate".
Taoiseach (Primer Ministro) Bertie Ahern, ante el Parlamento Irlandés, 11 de Mayo de 1999.
Semanas después de la visita de Benedicto XVI a Inglaterra, aún se sentía en el país anfitrión el eco de críticas y cuestionamientos en torno a la figura del pontífice y de su iglesia. En otras latitudes, el Vaticano sacaba cuentas alegres del viaje y en Chile algunos medios destacaban un clima civil favorable a la gira, sin poner demasiada atención en reportes negativos. Lo menos que pude sentir fue desconcierto; un matiz emocional mucho más benévolo que la indignación y el dolor –como sobreviviente de abuso infantil, y como madre y ciudadana adulta- que me han acompañado durante la mayor parte del 2010, conforme se revelan cientos de nuevas denuncias de abuso sexual infantil cometidos por personeros de la Iglesia Católica a nivel mundial. Incluso en Chile.
En Inglaterra (como en muchos otros países del hemisferio norte), se ha prestado atención sincera y masiva al tema del abuso infantil, antes, durante y después de la visita papal. La información aún conmueve a la ciudadanía, intacta de esa anestesia que a veces nos toma cuando, año tras año, ciertos hechos parecieran repetirse en un loop que remece al comienzo, luego exaspera un poco y finalmente podría volverse hasta tedioso o invisible.
He llegado a conceder que es muy posible que la tónica en Gran Bretaña no haya sido únicamente de desaprobación y rechazo por la persona y la institución que uno va asociando, más y más, a gruesas violaciones de los derechos humanos infantiles. Sin embargo, vítores de menos o de más, sigue llamándome la atención la capacidad de los británicos de no sucumbir a la censura o autocensura, ni temerle a esa verdad inclusiva donde cabe tanto la recepción entusiasta del pontífice, como los reparos ciudadanos por diversidad de motivos: religiosos, de inversión económica realizada o éticos, por el conflicto moral que plantea recibir a alguien vinculado –aunque sea de modo indirecto o por omisión– a hechos que muchos consideramos un crímen de lesa humanidad (aun cuando el abuso sexual no esté tipificado como tal en todos los países), susceptible de ser juzgado en cortes internacionales.
Para todo efecto, me resulta casi imposible imaginar que la máxima autoridad de la Iglesia Católica y del Vaticano, fuese llevado a juicio, por nada. El Papa podría tener cheques protestados o atropellar a un peatón, y dudo seriamente que la misma justicia que corre para los demás mortales, corriera para él. Acaso esa suerte de inmunidad –que raya en la impunidad– ha permitido que sacerdotes católicos y sus líderes hayan encubierto, sin miramientos, los abusos cometidos contra niños de prácticamente todos los países donde la Iglesia Católica tiene presencia. Iglesia que Benedicto XVI hoy encabeza y a la que ha pertenecido desde 1945. Es muy difícil que en sesenta y cinco años no hubiese sabido de los abusos y, si así fuera, su ceguera y sordera serían inexcusables. Ojos y oídos tiene y siempre tuvo. Poder para detener los abusos, también.
Al menos, me consuelo, el Papa ha ofrecido disculpas a víctimas y sociedades completas a la vez que ha manifestado voluntad de colaborar con la justicia. Estas acciones, no obstante valiosas, aún me parecen insuficientes y, a todas luces, demoradas. En cuanto al perdón, creo que no es solamente la Iglesia quien debe pedirlo. El que tantos niños hayan sido abusados por sacerdotes compromete no sólo a la comunidad católica, sino a toda la sociedad. El fracaso ha sido colectivo en materia de protección a la infancia. De ahí que me emocione profundamente, cada vez que lo leo, el mensaje del Primer Ministro Irlandés (que fue la primera disculpa pública y acaso, hasta hoy, la más sentida y contundente). No he tenido igual sensación con los mensajes pontificios o quizás es demasiado mi conflicto cuando, desde pequeña, me ha parecido que la Iglesia no se destaca por una actitud muy compasiva con faltas humanas mucho menores que las que ella ha cometido. Sin ir más lejos, aún hoy, los divorciados están sujetos a excomunión y la sexualidad humana tiene una carga de pecado y de culpa para muchas personas que se sienten divididas entre sus elecciones personales y el deseo de conservar coherencia y relación con la Iglesia de su fe. Para quienes no adhieren a ella, no es tan diferente. En países como Chile, los valores y modos católicos no sólo comprometen a sus feligreses, sino que a todos los civiles no-católicos. Basta recordar cuánto costó legitimar a todo niño, nacido o no dentro del matrimonio, o aceptar que una ley de divorcio era imprescindible en nuestro país. Actualmente, sigue siendo preocupante observar cómo el celibato y la abstinencia no son solamente una elección católica particular, sino un argumento irresponsable y anacrónico que sustenta y nutre la negativa eclesial (y de ciertos sectores) a educar sobre sexualidad o a tener una postura más realista y humanitaria en temas como el control de la natalidad, la reproducción o la prevención de enfermedades de transmisión sexual.
No es de extrañar entonces, que sumado al shock de simplemente ver la palabra "sexual" vinculada a comportamientos de sacerdotes católicos, a una le gane el espanto y la repulsa frente a lo que ha acontecido en materia de abusos a los niños. Miles de ellos, vulnerados y obligados a saltarse etapas de la infancia para inaugurar –antes de tiempo y de la peor forma– su propia sexualidad, a manos de un adulto y quizás hasta "en nombre de Dios". Porque sabido es que los perpetradores de abusos sexuales emplean diversidad de argumentos para forzar a un niño (y no nos engañemos, que "persuadir" o "seducir" siguen siendo sinónimo de forzar en estos casos). Los sacerdotes no se eximen de esta práctica y ser representantes de Dios, puede ser uno de entre muchos argumentos utilizados. Uno que agrega un grado considerable de perversión moral y psicológica a los abusos cometidos.
Si pienso en mi infancia, creo que lo más cercano al papá, en términos simbólicos, era la figura del sacerdote de la Iglesia del barrio. De hecho, se les dice "padres" a los sacerdotes. Una comparación desaventajada puesto que los papás de verdad, muy humanos, suelen equivocarse. También "pecan"; y no hacen milagros. En cambio, los sacerdotes tienen relación directa con Dios, el creador de todo; omnipotente y omnivigilante de conductas de "bien y mal" que los niños despliegan con más inocencia que intencionalidad o sentido soberano. Desde esa inocencia, no pueden cuestionar a un representante de Dios que, más encima, cuenta con la confianza de sus padres y de su familia. El sacerdote, para todo efecto, es un "padre" y he aquí lo que me parece más grave: al abuso sexual, que ya es devastador en sus secuelas –inclusive cometido una sola vez y por un extraño–, se agrega la carga de sufrirlo a manos de alguien entrañablemente cercano; Y repetidamente. Me resulta inevitable pensar en el incesto que es, posiblemente, la experiencia más desorganizadora dentro del espectro del abuso sexual. ¿Cómo puede llamarse al abuso cometido por un "padre" de la Iglesia? Es una pregunta legítima. No tengo la respuesta exacta, porque en estricto rigor no existen lazos sanguíneos, pero me ronda la semejanza. Y me deja aterida.
En alguna parte leí una reflexión sobre en qué momento una masacre pasa a convertirse en genocidio. Estos términos no se aplican al abuso sexual; menos cuando las víctimas generalmente sobreviven a los hechos (aunque han muerto niños, a veces después del asalto, tal cual se sospecha que ocurrió a un pequeño irlandés violado por un sacerdote). De todos modos, me surge la inquietud feroz de cómo poder nombrar cierta clase de martirios para los que no existe definición. Cuánta evidencia física desgarradora y cuántos miles de denuncias más deben acumularse para considerar que los abusos sexuales sobre niños y niñas (muchos de ellos huérfanos o discapacitados), en el seno de la Iglesia y de sus instituciones afiliadas, ameritan no sólo ser llevados a la justicia ordinaria, sino a la Justicia Internacional.
¿Civiles demandando a la Iglesia, queriendo llevar a prisión a sacerdotes por cargos como abuso, sodomía, pederastia? Inimaginable. Pero nada ha detenido el avance de la verdad y, en la década de los 90, las denuncias en Estados Unidos, Irlanda, Canadá, Australia y otros países, obligaron a la Iglesia a reaccionar. Y me atrevo a pensar que a casi todos, las atrocidades develadas nos paralizaron el corazón (aunque muchos optaran por poner el infarto entre paréntesis). Una década después, el horror persiste y toca la puerta de nuestro propio país gracias a las revelaciones valientes de cinco chilenos (gracias una y mil veces a Fernando Batlle, Juan Carlos Cruz, James Hamilton, Luis Lira y José Andrés Murillo), cuyas voces permitieron a muchas otras abrirse paso, luego de años de silencio y de trabajo muy personal en la reelaboración del trauma.
En Chile, el proceso que la justicia lleva a cabo es uno en el que muchos ponemos, o queremos poner, nuestra confianza. Pero confianza no equivale a delirio y no es sencillo omitir que la Iglesia –así como sus personas cercanas y colaborantes– por años se ha esmerado y ganado destreza en ocultar la verdad, movilizando sacerdotes lejos de sus diócesis (y hasta de sus países) y dificultando a niveles extremos la labor de abogados y fiscales. Espero que esto no suceda en nuestro país. Al menos, ha habido sacerdotes y feligreses que genuinamente conmovidos, han expresado su anhelo de verdad y justicia. Otros, menos correctos, han frivolizado los hechos o sacrificado la credibilidad de las víctimas, con tal de absolver a sacerdotes como Fernando Karadima, antes de siquiera ser procesado.
Creo que las disparidades y omisiones en las respuestas de los católicos chilenos –civiles, el clérigo y hasta las autoridades del Estado–, serían menos extremas si el Papa fuera aun más claro y unívoco en su proceder y sus instrucciones acerca de la obligación inapelable que tienen todos (directa o indirectamente involucrados en el escándalo), no sólo de colaborar con las investigaciones en curso, sino de contribuir a la prevención del abuso sexual infantil a nivel de toda la sociedad. Sería como lo mínimo, y también un gesto noble y justo, ver al mundo católico comprometido en incentivar conversaciones serias y francas –de todos los sectores sociales– que conminen a mirar el abuso desde una renovada ética de cuidado, respeto y compromiso con las niñas y niños chilenos. Y también, desde una voluntad explícita de reparación para los sobrevivientes jóvenes y adultos que son muchos y seguramente pueden aportar, de modo valioso y desde su experiencia, a la construcción de ese Chile mejor donde el abuso infantil ya no exista.
Quizás, llegará el día soñado en que británicos, irlandeses o norteamericanos, puedan ser un estándar para compararnos y medirnos; para querer conducirnos de modo adulto, responsable y deliberante frente a experiencias humanas difíciles. No me refiero sólo al abuso, aunque sí, al menos en esta ocasión, es sobre él que necesito contagiar mi sentido de urgencia. No podemos esperar a un nuevo Informe Especial o a que se conozcan denuncias más espeluznantes, para poner atención y tomar posiciones frente a un tema donde las cavilaciones no vienen a lugar. No hay tiempo que perder. Y nunca lo ha habido.
En junio de 2002, y como consecuencia del escándalo por abuso sexual de parte de sacerdotes norteamericanos, la Conferencia Episcopal de ese país encomendó al John Jay College of Criminal Justice de la Universidad de Nueva York un completo informe acerca de las denuncias hechas. El resultado fue un reporte llamado "Naturaleza y alcance del abuso sexual de menores por sacerdotes católicos y diáconos en Estados Unidos", más conocido como "John Jay Report". El informe especifica que, entre 1950 y 2002, 10.667 personas hicieron denuncias por abuso sexual, de las cuales 6.700 fueron probadas. Estas afectaban a 4.392 sacerdotes norteamericanos, un 4% de los existentes durante ese período. Las autoridades sólo pudieron contactar a 1.021 de ellos) la gran mayoría ya había muerto al momento de la denuncia), a 384 se les presentaron cargos, 252 recibieron condena y 100 fueron enviados a prisión. Perfil de los sacerdotes: - Un 56% de los sacerdotes recibió acusaciones por sólo un delito. El 3% de ellos resultó ser responsable de más de 10 abusos, es decir, 149 religiosos serían culpables de casi 3 mil crímenes. -El 50% era menor de 35 años al momento de cometer su primer delito. -Sólo un 7% de ellos reportó haber sido víctima de abuso, físico, sexual o emocional cuando niño. -El 19% presentó problemas con el alcohol o alguna otra substancia, pero sólo el 9% aceptó haberlas usado al momento de perpetrar el abuso. -Un 6% de los sacerdotes investigados era pedófilo, mientras que el 32% efebófilo (preferencia por adolescentes entre 15 y 19 años). Perfil de las víctimas: -Alrededor de un 81% de las víctimas era hombre. -22,6% de ellos eran menor de 10 años, 51% tenía entre 11 y 14 y 27% fluctuaba entre los 15 y los 17 años. -Más del 10% de las acusaciones no fueron probadas, lo cual no quiere decir que no sean reales, sino que no pudo determinarse la diócesis en que esta tuvo lugar). -Sólo un 1,5% de las denuncias resultó ser falsa, un bajísimo porcentaje. -En el 38,4% de los casos el abuso se cometió en un mismo año, pero un 10,2% denunció haber sido victimizado entre 5 y 9 años. -El John Jay Report establece que se considera abuso cualquier interacción o contacto entre un niño y un adulto, en que el menor es utilizado como un objeto para la gratificación sexual del adulto. Sólo un 9% de las víctimas limitó sus denuncias a tocaciones, mientras que el 27% acusó sexo oral y un 25% penetración. Realidad del Abuso Sexual Infantil (ASI) en Chile: -Anualmente se denuncian 4500 casos. Por cada denuncia realizada se estiman 7 más que no acusarán a sus abusadores, lo que arroja la impactante cifra de 31.500 casos al año. Niñas y niños que, en promedio, no superan los 9 años. Según datos del Sernam, entre un 75 y un 80% de los casos nunca llegan a denunciarse. -En un 80-90% de los casos los abusadores son adultos conocidos, cerca del 40% familiares directos y el 97% hombres. Sólo el 10% de los menores es abusado por un extraño. -Más del 30% de las víctimas nunca revela su experiencia a nadie. -El proceso terapéutico para una persona que ha sido abusada sexualmente puede tomar 10 años en promedio. -Con estos números, es posible realizar una proyección y asegurar que existen, por lo bajo, medio millón de personas en Chile que cargan con el peso de un abuso sexual sobre sus hombros. -El impacto del ASI en los sobrevivientes adultos se expresa en todo ámbito: emocional, relacional, psicológico y médico. Investigaciones muestran que un 30% de ellos tiene, efectivamente, muchos más problemas médicos (alta somatización, enfermedades de transmisión sexual y procedimientos quirúrgicos), además de los psicológicos (ansiedad, depresión, ataques de pánico, conductas autodestructivas, automutilación, trastornos alimenticios y del sueño, adicciones y disfunciones sexuales). El 90% de ellos sufrirá depresión alguna vez, 87% tendrá problemas en su sexualidad y sobre el 50% intentará quitarse la vida. -Según cifras del grupo del Grupo de Apoyo Inocencia Interrumpida, existe una relación sorprendente entre el abuso infantil y la ocurrencia de crímenes. El 50% de las mujeres que están en la cárcel dice haber sido abusada durante su infancia, mientras que el 75% de los violadores en serie argumenta la misma experiencia | |
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Después de años de silencio e impunidad, parece haber llegado la hora más propicia para los derechos de las víctimas de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes y religiosos. Un sinnúmero de acusaciones se ha extendido con gran publicidad por los países europeos y otras latitudes. Sólo en el último tiempo se han conocido denuncias en Italia, Noruega, Suecia, Malta, Australia, Sudáfrica, México, Brasil, Argentina, Alemania, Bélgica y Chile. Y la ola de revelaciones de abusos sexuales sigue extendiéndose. Por otra parte, el hecho de que la mayoría de los casos hayan prescrito penalmente, refuerza la percepción de que muchas víctimas que habían callado en el pasado, ante el actual revuelo público, se han animado a revelar lo padecido en otro tiempo. El deterioro de la imagen de nuestra Iglesia, consignado en diversas encuestas, ha llevado incluso a un cierto número de católicos, especialmente jóvenes, a distanciarse de ella. Por eso, es triste que todavía algunos miembros de la Jerarquía den crédito a quienes afirman que se ha tratado mayormente de una campaña mediática orquestada para debilitar a la Iglesia y que se ha exagerado al centrar la atención de los casos de pedofilia, pues ellos se dan en todas las religiones y en el seno de muchas familias. Sin duda, estos argumentos tienen alguna base real. Sin embargo, no atenúan la gravedad de las denuncias contra miembros del clero ni justifican la forma en que diversas autoridades eclesiales han manejado estos casos durante tanto tiempo. Si el rechazo a acciones de esa índole es cada vez más universal, es aún más exigible a toda autoridad religiosa tener una mirada vigilante y medidas concretas de pronta condena y sanción a abusos sexuales u otros atropellos que causan grave daño a las víctimas y al ascendiente moral de la Iglesia. Causas del problema El Concilio Vaticano II (1962-65) proclamó que todos los cristianos estamos llamados a la santidad. Todos formamos el Pueblo de Dios y sólo nos diferenciamos en los servicios que prestamos en la Iglesia. Así, la santidad se puede alcanzar en el matrimonio y la vida laical que son opciones tan dignas y nobles como el ministerio sacerdotal y la vida consagrada. Por lo tanto, no debería haber motivo alguno, para sacralizar al sacerdote y "proteger" el prestigio de la Iglesia, ocultando sus malas acciones. Si se hubiera aplicado más esta doctrina conciliar y sus consecuencias, quizás parte de la jerarquía no habría cometido el error de ocultar crímenes y pecados de los clérigos para "proteger" la credibilidad y prestigio de nuestra Iglesia. Por otra parte, otros obispos no ponderaron al comienzo la veracidad de las acusaciones de abusos sexuales, subestimando su extensión, gravedad y dimensión. Sin embargo, con el tiempo la conciencia de lo que sucedía fue creciendo. Primero en Estados Unidos, donde en 2002 se adoptó la regla de tolerancia cero de manera de que ningún sacerdote abusador pudiera seguir ejerciendo el ministerio. El propio Benedicto XVI, al visitar ese país en el 2008, condenó abiertamente el abuso, se reunió con algunas víctimas y expresó su gran dolor como Papa. Lo mismo hizo posteriormente en sus visitas a Malta, Portugal y más recientemente en el Reino Unido. Reacción en la iglesia Las reacciones de muchos episcopados y de la propia Santa Sede parecen confirmar que se está instaurando un nuevo modo de afrontar el problema en la institución católica. La deficiente respuesta de nuestra Iglesia en el pasado fue reconocida por Benedicto XVI al escribir en marzo a los católicos de Irlanda. El Pontífice pidió disculpas a las víctimas de décadas de abuso sexual y maltrato por parte de sacerdotes. Y señaló entre los factores que han contribuido a la crisis actual: "los procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, la insuficiente formación humana, moral, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados, la tendencia de la sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y de la salvaguardia de la dignidad de cada persona...". También debemos destacar otras iniciativas episcopales para enfrentar la actual crisis en Holanda, Suiza, Alemania y Austria, donde se han conocido múltiples casos de actos moralmente inaceptables cometidos por religiosos y se han implantado nuevos métodos de investigación que van más allá de los ordinarios de la Iglesia. Una tarea de todos ¿Ha sido suficiente lo que ya se ha hecho? ¿Se actuó con la debida prontitud? ¿Será necesaria una reestructuración de las instituciones eclesiásticas para impedir que en el futuro se desoiga a potenciales víctimas y permitir sanciones oportunas y medidas correctivas? No tenemos todas las respuestas, pero estamos convencidos de que nuestra Iglesia está haciendo importantes cambios en sus procedimientos y que tendrá que seguir haciéndolos. Después de esta grave crisis de credibilidad, queremos creer que la barca de Pedro saldrá más humilde, menos poderosa y a la vez más frágil, pero renovada. Más parecida a la Iglesia que Jesús buscó. Con transparencia en su funcionamiento interno y externo. Este cambio será tarea de todos nosotros los católicos, religiosos o laicos. Como dijo el Papa en la Carta a la Iglesia irlandesa, estos trágicos hechos "han oscurecido tanto la luz del Evangelio, como no lo habían hecho siglos de persecución". | |
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fuente: http://elpost.cl/reciente/dossier-semanal
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Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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