Del café que se tomaron el fiscal nacional Sabas Chahúan y el empresario Eliodoro Matte supimos un año después. La agenda del Ministerio Público no consignó nunca ese encuentro. Ahora, con la perspectiva del tiempo y con el caso Karadima en grado de ebullición, el país se dio cuenta de que Chahúan hizo referencia pública a la necesidad de avanzar rápido en la investigación pocos días después de esa cita. Lo que nunca sabremos, a no ser que el fiscal se decida a contar su versión, es si ese llamado lo efectuó influenciado por el empresario o no.
El tráfico de influencias existe en Chile. También el lobby. Pero no son lo mismo. El intento por regular este último, considerado una actividad lícita y necesaria, está archivado en un cajón del Congreso desde 2008 y no ha habido intentos por apurarlo. En este dossier, el abogado Juan Ignacio Piña; Emilio Sanfuentes, gerente general de Burson-Marsteller (una de las dos empresas que reconoce hacer lobby en Chile), y el diputado Jorge Burgos (uno de los autores de la iniciativa que duerme el sueño de los justos) exponen por qué se debe de legislar sobre la materia y qué consecuencias tiene no hacerlo.
El cuento podría llamarse "Pedrito y el lobby". Que viene, que no viene. Que está bien, que está mal. Que hay que regularlo, que no hay que darle cabida. En fin, la cantinela es conocida. Pero para centrar el problema del lobby es necesario hacer algunas consideraciones previas que a veces, por obvias, no se tienen adecuadamente presentes. De hecho, es probable que toda la discusión acerca de esta forma institucionalizada de influir en las decisiones públicas pudiese entenderse mejor si las revisamos previamente en lugar de aproximarse al tema sobre la base de lugares comunes.
Las personas y los grupos de personas (sea cuál sea el formato que estos adopten: empresas, corporaciones, fundaciones, cuadrillas, equipos de fútbol amateur, etc.) pueden tener intereses legítimos o ilegítimos. En lo que aquí nos importa, sólo son relevantes los intereses legítimos de esas personas o grupos.
Sin embargo, los intereses legítimos pueden perseguirse a su vez con mecanismos legítimos o ilegítimos. A modo de burdo ejemplo, el legítimo interés de ganar una licitación pública puede perseguirse haciendo una oferta competitiva conforme a las bases de licitación o saboteando activamente al principal competidor.
Luego, la primera pregunta que nos debemos hacer frente al lobby es si se trata de un mecanismo legítimo para alcanzar los fines legítimos de personas o grupos de personas. La respuesta es sí, e incluso hay que dejar sentado que el principio que lo respalda está recogido en la Constitución Política de la República, específicamente en su artículo 19 número 14, que garantiza a todas las personas "el derecho de presentar peticiones a la autoridad, sobre cualquier asunto de interés público o privado, sin otra limitación que la de proceder en términos respetuosos y convenientes". Esto quiere decir que cualquier persona o grupo puede presentar como petición algún interés legítimo. Como es evidente, eso puede hacerlo personalmente o por medio de representantes (como en cualquier otra actuación de carácter jurídico). Y es posible que esos representantes se dediquen exclusivamente a este tipo de actividades y, por lo tanto, puedan ser denominados genéricamente como "lobbystas". Desde esa perspectiva, esta acción es perfectamente lícita, pues por qué podríamos impedir que un grupo con un legítimo interés lo haga presente a la autoridad para conseguir sus fines. El lobby no es sinónimo de defensa de intereses particulares contrapuestos al interés general. Hasta aquí parece todo bien, pero la verdad es que no todo es tan simple.
Si bien en principio no hay problema en hacer presente esos intereses y abogar porque la decisión pública los considere y ampare, el problema como siempre termina siendo la forma de hacer esa petición. En el mundo de los vivos, no esa entelequia absurda que a veces sirve de pretexto para sostener algunas posiciones, actualmente la gestión de esos intereses se hace aprovechando una red de influencias tendidas en el aparato público -o directamente en lazos con el poder-. Y eso no es todo, en un país como el nuestro, en que el secretismo es todavía asunto cotidiano en la relación entre los particulares y los funcionarios públicos, esa influencia se deja caer bajo el manto de la oscuridad, en reuniones informales y que no están consignadas en agendas públicas. En otros términos, se hace igual que cuando se junta un amigo con otro. Lo que pasa es que en este caso los amigos son alguien con influencia y un funcionario al que no le vendría mal ni que le deban favores ni que se los paguen de otro modo.
Vamos entonces a una propuesta: la única consigna a favor del lobby consiste en ofrecer una compensación: transparencia total. Revisemos esta cuestión un segundo. El debate parlamentario -que redundó en más de 200 indicaciones a la ley de lobby- presentó varios hechos relevantes, como por ejemplo la álgida discusión respecto de quiénes no serían considerados "lobbystas". Esta discusión se explica porque de su definición pende a quiénes se aplica la norma y a quiénes no. ¿Dónde está puesto el interés? En no ser considerado como tal de modo de poder sustraerse de las obligaciones de trasparencia. Por eso, ¿tiene algún sentido excluir a las organizaciones gremiales, los sindicatos, las corporaciones religiosas y las ONG como se ha sugerido? Por ningún motivo. Esa no es sino una patente de corso al oscurantismo y al trafico indetectable de influencias.
Por eso tan importante como una regulación del lobby es imprescindible que los funcionarios públicos tengan una agenda pública que deje plena constancia de con quién se reúnen, a quién representan y cuál es el motivo de la reunión (el tema a tratar). Los ciudadanos debemos tener la posibilidad de saber quién está intentando hacer valer sus legítimos intereses, a qué hora y con qué autoridad. De este modo, otros grupos de interés podrán hacer lo propio asegurando bilateralidad en la audiencia pública.
De hecho, sólo en la medida que haya transparencia total se puede conjurar el riesgo de influencias solapadas por parte de personas o instituciones que no sean consideradas "lobbystas". Ella permite un abierto debate entre todas las fuerzas involucradas, con pleno conocimiento de las incidencias de cualquier grupo ante las autoridades. Sólo de ese debate abierto puede salir democráticamente una conclusión acerca de qué es el interés general en una determinada materia y si éste coincide o no con los intereses particulares que pretenden influir en la decisión.
De todas formas no debe perderse de vista que el lobby es sólo un procedimiento que consiste básicamente en realizar una acción directa y sistemática frente a una autoridad para incidir a favor de sus representados en decisiones públicas. No es relevante que sea lucrado o no (pues alguna de las propuestas sugiere atender a esto para definir quiénes son y quiénes no son "lobbystas"), pues es imaginable el lobby feroz sin fines de lucro, como el que hacen algunas ONG, y ello no debe sustraerlas de esa calificación. Ello además crearía el incentivo perverso de crear ONGs ad-hoc para hacer valer determinados intereses.
Por eso lo correcto vuelve a ser lo simple. Un procedimiento claro de lobby, una determinación genérica y amplia de quiénes son considerados "lobbystas" y plena transparencia respecto de las actuaciones frente a funcionarios públicos son suficientes. ¿Pero si el asunto es tan sencillo por qué nos ha costado tanto? Por una razón muy simple: por un poderoso lobby, ahora de los "lobbystas" de facto, para conseguir que esa regulacion se ajuste a sus intereses. ¿Suena fuerte o no?
A mediados de la década pasada, los pasillos del Capitolio fueron testigos de una historia plena de intrigas. Por ahí transitaba un negociante ingenioso y elegantemente vestido. Caminaba con tranco decidido y para los funcionarios de la administración pública de George Bush hijo era fácil reconocerlo, gracias a su inconfundible sombrero, símbolo de poder, status y elegancia.
El astuto personaje tenía talento para los negocios. No sólo abrió dos restaurantes (uno de ellos el Stacks, cuya promesa gastronómica era convertirse en "el primer restaurante kosher que sirviría bacon y salchicha de cerdo"), sino que además instaló buques casinos cerca del poder del Capitolio; incluso fundó una escuela religiosa -convirtiéndose de paso en benefactor de su comunidad judía ortodoxa- y llegó a producir películas para Hollywood.
Su estilo avasallador desafiaba al de Washington, culturalmente conservador, pero muchos se sintieron atraídos por su vitalidad y dinero. Según una investigación del Washington Post, "ofreció empleos y otros favores a personal del Parlamento y a funcionarios del Ejecutivo. Promovió a sus propios socios a cargos públicos, desde los cuales éstos (a su vez) podían ayudarlo".
El protagonista de esta historia derrochaba talento histriónico al repetir diálogos de El Padrino. La escena favorita que imitaba era la de un frío Michael Corleone respondiendo a un político corrupto que le exigía una tajada de las ganancias: "Senador, mi oferta es nada". Se veía a sí mismo como el poder tras bambalinas, el titiritero capaz de mover los hilos de los funcionarios en lugares clave. Pero su torre de marfil se derrumbó y al poco tiempo docenas de legisladores -que recibieron viajes y entradas a eventos deportivos y conciertos gratis- comenzaron a devolver contribuciones de campañas electorales y lo denunciaron por estafador. Hace poco tiempo salió en libertad después de cinco años de cárcel. Actualmente trabaja en Tov Pizzeria de Baltimore, de la que dice tiene "la mejor pizza kosher".
La historia es de Jack Abramoff, el mayor traficante de influencias de Washington. Probablemente ésta sea la caricatura que muchos, sino la gran mayoría, tiene de los lobbystas. Y es natural, porque en Chile la actividad de lobby ha tenido y tendrá una connotación negativa al no encontrarse regulada y al vincularse con conductas poco éticas, como el tráfico de influencias.
No pretendo cambiar percepciones en estas pocas líneas, pues esta actividad se ha realizado por mucho tiempo a puertas cerradas. Muchos se escudan en ella para emprender acciones poco transparentes. Además, pocos son los que reconocen abiertamente hacer lobby (Burson-Marsteller e Imaginacción, por parte de las empresas de comunicaciones); pero hay una gran cantidad de agencias, consultoras, estudios de abogados, ONGs y gremios, entre otros, que ejercen a diario la actividad y huyen como de la lepra cuando son catalogados de "lobbystas".
Con la discusión legislativa hemos visto que esta imagen comienza a cambiar y se reconoce que el lobby es una actividad lícita que puede contribuir en la discusión de políticas públicas, ya que acerca al sector público con el privado, fortaleciendo la democracia. Uno de los fundamentos para regular la actividad es la necesidad que las autoridades busquen el interés general y no privilegien a quienes tienen la posibilidad de influir en la toma de decisiones, pero siempre permitiendo escuchar la valiosa opinión de los privados y sus representantes o "lobbystas". Dicho eso, el resultado que se busca asegurar es que las autoridades actúen con la debida probidad en el desempeño de sus cargos, fijando un estándar de transparencia tanto respecto de quienes realizan la actividad, como de las autoridades o sujetos pasivos del lobby.
El lobby bien regulado es una actividad positiva que contribuye a que las decisiones y políticas públicas sean mejor informadas, y se considere la experiencia de los privados. De esta manera, las decisiones y políticas que afectan a muchos, son asumidas en forma consensuada, y por ello serán más duraderas. No hay peor gobierno que aquel que no es capaz de escuchar los efectos que tendrán sus actos, de parte de sus principales afectados; ni mejor práctica que abrirse igualitariamente a escucharlos.
En el Congreso chileno duerme un proyecto que busca regular esta actividad desde 2008. En él se define al lobby como "aquella gestión o actividad remunerada o habitual, ejercida por personas naturales o jurídicas, chilenas o extranjeras, que tiene por objeto promover, defender o representar cualquier interés individual, respecto de las decisiones que en el ejercicio de sus funciones deban adoptar las autoridades, miembros, funcionarios o servidores de los órganos de la Administración del Estado o del Congreso Nacional, hasta el nivel que determine el reglamento".
Su gran defecto como proyecto, y que lo ha tenido estancado estos años, es que toma la opción de regular a los sujetos activos de la actividad (los "lobbystas") más que a la actividad misma. A su vez, las indicaciones presentadas ahondan en dicho error y buscan excluir a importantes actores (no serían considerados lobbystas algunas organizaciones como gremios, sindicatos, ONG, partidos políticos, corporaciones religiosas, juntas de vecinos, organizaciones comunitarias y demás cuerpos intermedios regidos por regulaciones especiales). El corazón del proyecto está puesto en regular sujetos activos, elegidos a dedo (fruto del despliegue de los traficantes de influencias) más que la actividad misma; y casi deja fuera de este espectro al principal actor en la regulación: el sujeto pasivo del lobby, que es la autoridad pública.
Haga un breve ejercicio mental y regrese al caso Matte-Chahuán en conocimiento de esta información y se dará cuenta que si esa reunión hubiera tenido efectos sobre la autoridad, no sería sancionada. Y el empresario que pidió la cita considerado como lobbysta, no sería sujeto de fiscalización. O mejor, con esta ley sujetos como Abramoff no podrían siquiera ser investigados.
En otras palabras, los incentivos están inversamente puestos para aquellos que buscan desprestigiar el lobby regular y legítimo, porque claramente es más fácil para ellos sobrevivir en la ausencia de reglas claras, en la oscuridad. Cuando no hay una ley que ilumina, se abre un espacio para aquellos que usan el tráfico de influencias, el amiguismo o el compadrazgo para inclinar a su favor las decisiones de la autoridad.
Las empresas de lobby deberán tener presente que la gestión de intereses privados debe ser entregada en forma técnica y profesional, incluso desde la independencia política, tratándose de un servicio que se fundamenta en el conocimiento, tanto de los respectivos mercados y legislación comparada como de los procesos públicos y legislativos, y no en la posibilidad de ofrecer los mejores contactos y accesos a la autoridad de turno. Un marco regulatorio claro entregará la certeza jurídica necesaria para, por un lado, proteger la ética en la realización de lobby y, por otro, crear una situación de igualdad entre quienes se dedican profesionalmente a representar intereses legítimos. La ley no debe dejar espacio para la discrecionalidad respecto de quiénes son los sujetos regulados. Todo aquel que ejerza la actividad descrita como tal debiera someterse al cumplimiento de la ley. No debemos seguir empantanándonos en quiénes son los regulados, ya que las presiones nunca terminarán, perjudicando a quienes esperamos la promulgación de la ley.
En una sociedad en que cada día los mercados se complejizan más, los ciudadanos sofistican sus aspiraciones y el servicio público se profesionaliza, los requerimientos de canales fluidos entre privados y la autoridad son cada día mayores y más necesarios. El valor de esta ley es erradicar definitivamente a todos quienes gustan jugar a ser Jack Abramoff.
Hace casi 10 años, en una reunión de parlamentarios en aquella época de gobierno, planteé la necesidad de promover una iniciativa legal que regulara el lobby, a la sazón, ya bastante más que indiciario en el desarrollo de nuestra economía.
No olvidaré que un senador (ya no lo es) comentó mi inquietud con bastante desdén, y terminantemente me indicó: "El lobby no hay que regularlo, hay que prohibirlo y sancionarlo como una actividad de carácter ilegal". Le contesté con una frase que recuerdo haber oído en un seminario internacional sobre la materia. "Mire, senador, el lobby es como la prostitución: no saca nada con prohibirla, es necesario regularla". Obviamente mi respuesta no le pareció pertinente. Yo en cambio, a 10 años del diálogo aludido, sigo convencido de que resulta indispensable dictar un estatuto regulatorio. Reconozco que la comparación que efectué es dura, pero qué duda cabe de que es útil para consignar una necesidad urgente y por cierto aún pendiente.
Si hace una década el lobby era más que incipiente, hoy se ha convertido en una actividad común y plena, cada día hay más personas naturales y jurídicas que ejecutan profesional y habitualmente el lobby. Y, por cierto, existe también -digámoslo así- una cifra negra de personas que, ejecutando a todas luces lobby profesional y habitual, optan por denominarse, eufemísticamente, asesores de imagen, asesores en asuntos corporativos, analistas de mercado y otras muchas expresiones destinadas a disimular una actividad que suele ser considerada pecaminosa.
¿Pero qué ha pasado desde la perspectiva legislativa en esta última década? Adelanto mi conclusión: poco o más bien nada.
Nuestra sociedad, en particular su elite política, empresarial, sindical y también el mundo de los medios de comunicación, ha optado por presenciar el desarrollo cada vez mayor del lobby profesional habitual y también del esporádico, aceptando su más completa desregulación. En términos sencillos, la tácita conclusión ha sido: hagámonos los lesos, no constituye prioridad en la agenda, al final siempre ha ocurrido y no hay nada tan significativo.
Todas conclusiones que en mi modesta opinión constituyen un grave error, pues el lobby desregulado termina casi siempre siendo tráfico de influencias, figura muy limítrofe con conductas ilícitas y que termina también contribuyendo a tener una sociedad poco transparente, donde los intereses de los más poderosos tienen un mucho mejor caldo de cultivo para su consumación y ejecución.
En mayo de 2003, Carolina Tohá, el autor de este artículo y los diputados Patricio Walker, Carlos Montes, Antonio Leal, Eduardo Saffirio y Patricio Hales, presentamos tanto en al Congreso como a las autoridades gubernamentales de la época, una iniciativa de regulación de lobby. En octubre, el gobierno del entonces Presidente Ricardo Lagos introdujo al trámite legislativo un proyecto de Ley de Regulación del Lobby, recogiendo en buena parte nuestra moción.
El Proyecto se tramitó entre noviembre de 2003 y noviembre de 2008, fecha desde la cual se encuentra paralizado en el Senado de la República, sin ningún tipo de urgencia, y lo que es más llamativo sin que figure con prioridad alguna para la actual administración.
Durante ese período se llegó a aprobar el proyecto y quedó listo para su promulgación; sin embargo, la administración de Michelle Bachelet, con algunos buenos fundamentos, estimó necesario enviar al trámite legislativo un veto aditivo, pues durante la tramitación de la iniciativa, particularmente en el Senado, se habían eliminado elementos centrales de la buscada regulación.
El veto en cuestión fue despachado en la Cámara de Diputados, pero volvió a encontrar escollos insalvables en el Senado. El Ejecutivo anterior optó por quietarle urgencia y desde esa fecha duerme en la Cámara revisora.
Como toda regulación en su primera versión puede provocar debate y discusión, pero lo peor es arrancar a ese debate no haciendo nada.
A lo menos debieran rescatarse las cuestiones no controversiales y transformarlas en una ley. ¿Qué costaría obligar a las autoridades públicas -todas- a hacer públicas sus agendas? Allí quedaría a la luz clara a quién se recibe, para qué y cómo consecuencia los "lobbystas" no podrían ampararse en el secreto.
Mientras no se tome una decisión, esto seguirá oliendo mal, oliendo a tráfico de influencia.
La agenda Pro Transparencia del actual gobierno ha sido pobre y escasa, el lobby es un reflejo emblemático de tal actitud pasiva.
Para ser honesto, en una reciente reunión con el ministro Cristián Larroulet, frente a una pregunta del suscrito sobre la materia, me indicó que estaban estudiando una alternativa al veto hoy paralizado.
Escúchanos Señor te rogamos.