ASISTIMOS a una revolución de las palabras. Los políticos, encargados de cambiar la realidad, se han dado cuenta de que es más fácil cambiar el lenguaje. Las palabras se convierten en «armas arrojadizas» en el debate político; desde el poder se impone un lenguaje «políticamente correcto» y se anatematiza todo desvío, por «antipatriótico», «agorero» o «catastrofista». Lo «correcto» políticamente no es servirse de las palabras para expresar la realidad, sino para esconderla; el lenguaje no se usa para entenderse, sino para faltar a la verdad o inducir a error.
Acabamos de presenciar una de esas batallas: crisis, desaceleración, recesión o depresión son términos económicos sobre cuya exactitud los contendientes no se ponen de acuerdo. La tozudez de los hechos acaba imponiéndose a la flexibilidad de la semántica y los defensores del lenguaje «políticamente correcto» terminan -antes o después, en función de su menor o mayor capacidad de resistencia- por dar su «lengua a torcer». Estos políticos no comparten la invocación de Juan Ramón Jiménez a la intelijencia (con j, en la grafía del poeta):
¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!
Es grave ocultar la realidad con palabras, sobre todo cuando es el médico el que, en lugar de tratar la enfermedad, trata de ocultarla.
La ficción acaba cuando caen las primeras víctimas del mal. Las crisis provocan en las economías privadas una enfermedad contagiosa: la insolvencia, la situación del deudor que no puede cumplir sus obligaciones. Insolvente no es el que no paga sino el que no puede pagar, y en ese caso ya no bastan los medios ordinarios de protección jurídica singular de cada acreedor; es necesario un procedimiento colectivo que integre a todos los acreedores y los someta a un tratamiento paritario (par condicio creditorum).
En nuestro Ordenamiento, a partir de la Ley 22/2003, de 9 de julio, vigente desde 1 de septiembre de 2004, ese procedimiento se llama concurso. Pero cuando se ha producido en España la primera solicitud de declaración de concurso de una gran sociedad, los medios de comunicación han evitado su nombre y han recurrido al de suspensión de pagos, denominación de un procedimiento colectivo que en España desapareció con la Ley Concursal de 2003. Hoy existe un único procedimiento de insolvencia, el concurso, que no sólo ha sustituido al de suspensión de pagos, sino a los de quiebra, quita y espera, y al viejo concurso de acreedores, que era el común, propio de los deudores no comerciantes, como aún dice el DRAE en su 22ª edición, 2001, anterior a la reforma concursal.
En este caso no hay intención de ocultar la realidad sino, sencillamente, uso incorrecto de una denominación jurídica. Las instituciones que el Derecho ha destinado a tratar la insolvencia han sido muchas y denominadas de muy distinta forma a lo largo del tiempo y del espacio, un repertorio muy amplio en el Derecho comparado.
Es clásica la denominación bancarrota (bankruptcy, en inglés jurídico), referida al signo externo con el que los cambistas medievales expresaban públicamente su insolvencia: la rotura de la banca en la que ejercían su actividad profesional.
A la idea de ruptura se vincula también la palabra quiebra (faillite, fallimento), que pasa a expresar la situación de desarreglo patrimonial del deudor (quebrado). Por el contrario, la denominación concurso no se refiere al deudor sino a los acreedores (concurso de acreedores) y señala el efecto que en éstos provoca la situación de insolvencia de aquél: la concurrencia de todos los acreedores sobre el patrimonio del deudor común.
Concurso es voz castiza en la terminología jurídica española. Los tratadistas del siglo XVII la utilizan en su original latino (concursus). Me refiero a las obras de Amador Rodríguez (Tractatus de concursu et privilegiis creditorum..., Madrid, 1616) y, sobre todo, de Salgado de Somoza (Labyrinthus creditorum concurrentium..., Lyon, 1651). Al éxito de esta última se debe la extensión del término en Europa, principalmente en los países germánicos (Austria, Alemania), en los que el procedimiento de insolvencia se denominó Konkurs.
En la codificación española, el término quiebra se reserva para el procedimiento especial de los deudores comerciantes, más severo en sus efectos (Códigos de Comercio de 1829 y 1885), y se denomina concurso el procedimiento común de los deudores no comerciantes (Código Civil de 1889). La Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 comprendió la regulación separada de ambas instituciones.
La denominación concurso no representa, pues, novedad alguna en la terminología española; al contrario, goza de un largo uso, que, junto a su étimo latino, la legitima como palabra castiza. Por el contrario, suspensión de pagos es expresión más reciente e importada del francés, que entró en el Código de comercio de 1829 como la primera «clase de quiebra», la del comerciante que, teniendo bienes suficientes para cubrir sus deudas, carece de medios para satisfacerlas a sus vencimientos, por lo que suspende su pago y pide a sus acreedores un plazo (convenio de espera). Es lo que las Ordenanzas de Bilbao (1737) denominaban, en su buen castellano, «atraso».
A partir del Código de comercio de 1885, la suspensión de pagos se convierte en un procedimiento preventivo de la quiebra, que tiende a evitarla mediante la obtención de un convenio entre el deudor y sus acreedores. Pero el régimen suave de la versión original del Código, que admitía la suspensión tanto en el caso de iliquidez como en el de desbalance (pasivo superior al activo), cambió, en evitación de abusos y fraudes, con la reforma de 1897, en la que se vuelve al presupuesto de la iliquidez y al convenio de espera.
Una nueva oscilación introdujo la Ley de Suspensión de Pagos de 26 de julio de 1922, dictada con la finalidad de evitar la quiebra del Banco de Barcelona en época de crisis económica, y que reguló un procedimiento susceptible de tramitar tanto «insolvencias provisionales» como «definitivas» (activo inferior al pasivo), en un régimen de quiebra mitigada, para desembocar en un convenio de muy amplio contenido (de quita y de espera, de liquidación o de continuidad de la empresa).
Aquella Ley, nacida con carácter provisional para resolver un caso concreto, ha estado en vigor ochenta y dos años, hasta su derogación por la Ley Concursal de 2003. Pero tan longeva Ley parece resistirse a desaparecer y el nombre de la institución que reguló sigue vivo en el lenguaje vulgar y en los medios de comunicación (incluso especializados), que se resisten a denominar al vigente procedimiento de insolvencia por su nombre exacto: concurso.
El concurso ha sustituido a la suspensión de pagos. No se trata de un caprichoso cambio de denominación de «la antes denominada suspensión de pagos» -como suele decirse-, sino de un procedimiento diferente. La reforma ha reconducido a unidad instituciones dispersas: ya no existen procedimientos separados para la insolvencia de los empresarios (quiebra y suspensión de pagos) y para los no empresarios (concurso de acreedores, quita y espera); existe un procedimiento único, cuyo nombre se ha elegido no tanto por respeto a la tradición jurídica española como por lógica consecuencia del principio de unidad inspirador de la reforma de 2003, ya que, al desaparecer las diferencias entre procedimientos para comerciantes y para no comerciantes, es razonable que el único que subsiste reciba la denominación propia del común, no del especial.
El concurso, a diferencia de la suspensión de pagos, puede ser voluntario (solicitado por el deudor) o necesario (a instancia de acreedor); su solución puede consistir en convenio o en liquidación del patrimonio del deudor; de seguirse una u otra, los efectos sobre la persona del deudor y sobre los créditos son distintos. A diferencia de la vieja suspensión de pagos, cuya flexibilidad se prestó a corruptelas muy notorias, el concurso es un procedimiento versátil, pero ordenado, más completo en su regulación, más «universal» y técnicamente más correcto. La crisis económica lo pondrá bien a prueba.
A instituciones diferentes corresponden nombres distintos, y no es correcto confundirlos. La evolución del Derecho de la insolvencia desgasta vocablos cargados de su sentido originario como quiebra y bancarrota, evocadores de un rigor represivo que ya no es propio del concurso. Es lógico que así acaezca también con el nombre de la suspensión de pagos, una institución jurídica fenecida. No lo resucitemos para denominar lo que hoy, muy propiamente, se llama concurso.
MANUEL OLIVENCIA
de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación