© José Miguel Méndez Desde el día en que lo bautizaron, el niño ya era una réplica. Pero la primera vez que le dolió serlo fue una mañana habanera de finales de los 60, el día que le extirparon las amígdalas.
- ¡Fidel Castro no llora! -grita la enfermera.
- ¡Pero me duele muchooo! -suplica el niño.
- ¡Un Fidel Castro no puede llorar!
- ¡Pero me duele a mí, no a él!
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En pleno invierno, el Campus Chillán de la Universidad de Concepción parece deshabitado. La fría neblina cubre los campos en donde pastan ovejas, y por el Departamento de Ciencias Pecuarias no camina más que algún científico con sus papeles y uno que otro estudiante. Poco rato después, ya no queda nadie. Otro aviso de bomba anónimo, una molestia constante en la casa de estudios, ha llevado a Carabineros a desalojar el lugar.
El doctor Fidel Castro (51), director de doctorado de la facultad, dice que, a esta altura, no está para amenazas de bomba. Camina por los pastos posteriores del campus, y cuenta que cuando estaba por nacer Esperanza, la segunda vaca clonada por su equipo -que un poco más allá juega con su esposa, la doctora Lleretny Rodríguez (36), como si fuera un perro-, estuvo a punto de irse a las manos con un estudiante para que lo dejaran entrar al laboratorio, en toma por el movimiento estudiantil. Si no lo hacía, los clones no iban a poder nacer.
-¡Fidel, cuidado, que la Julieta está juguetona! -grita Lleretny, y el doctor se hace a un lado para que la vaca-perro no se lo lleve por delante. Desde que llegaron al país, en 2004, han dirigido juntos todos los proyectos de clonación en la universidad, pero ella es la que hace los clones con sus manos. Ambos, con la ayuda de un grupo de cinco estudiantes que se turnan para cuidar y hasta dormir con las vacas, son los que en el último año crearon en Chillán a los únicos clones con vida del país: Esperanza y Julieta Paz, un par de angus rojos perfectos y exactamente iguales, réplicas de una campeona de feria chilena. Antes, en 2008, ya habían creado a Victoria, el primer clon exitoso en la historia de Chile.
-Ellas son mis niñas, mis pequeñas -dice Lleretny, quien no permite que nadie se refiera a las dos vacas como "vacas"-. Tenemos un vínculo muy fuerte. Les he hecho ecografías, he dormido con ellas en el pesebre, les he dado mamadera. Para mí, son mis hijas.
Para Fidel, son sus clones. Lo que a él le fascina es otra cosa, es lo que está detrás. La alquimia que les dio vida a esas bestias peludas que ahora son niñas, pero que antes fueron embriones creados en su laboratorio, como tantos otros que no corrieron mejor suerte. -Uno nace, crece y muere. Pero cuando clonas, hay un punto de retorno. Y ves que esa célula que tenías en tus manos de pronto corre por el campo. Tiene algo de magia.
El doctor dice esas cosas y habla con la emoción de un niño. Pero sabe que detrás de esa explicación hay otra, y que antes que la magia había otro poderoso motivo por el cual tenía que clonar. La historia de un hombre que nació en Cuba con el nombre de otro, y que necesitaba clonar una vaca como fuera para demostrarle a ese otro lo que él valía.
Su propia historia. Y la de Fidel Castro.
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La revolución necesitaba héroes, y a él lo formaron para serlo. Nacido dentro del ala más dura del castrismo, hijo de un connotado científico marxista y sobrino de Santiago Castro, ministro de Ganadería y jefe de la escolta de Fidel Castro, el chico al que bautizaron Fidel no dudó nunca en seguir el mandato revolucionario. Como todo niño brillante de la isla, fue instruido en la Escuela Vladimir Ílich Lenin, y luego enviado a la Unión Soviética a transformarse en científico. El comandante, les repetían, los necesitaba para hacer de Cuba un país desarrollado. Y Fidel estaba ansioso por responder al llamado.
-En el partido (comunista) decían que si no había un clon en Cuba, era culpa nuestra -dice Lleretny Rodríguez-. Si hacíamos un clon acá, donde no había nada, iba a ser un gran golpe.
Le tocó Bielorrusia y eligió Ingeniería Pecuaria, en un frío pueblo donde al poco tiempo empezó a ocultar su nacionalidad: por llamarse igual que el otro, al decir que era cubano todos trataban de besarlo. Al terminar su carrera, le entregaron el diploma rojo al estudiante más brillante de su generación y lo becaron para realizar un doctorado en Biotecnología. Pero al tercer año, al morir su tutor, lo obligaron a cambiar de tema para conseguir el grado. Prefirió renunciar y volver a la isla. Esa decisión fue vista con ojos heroicos en el partido.
-A ellos les gusta crear héroes. Dijeron: este joven, con 25 años, renunció a un doctorado porque quiere volver para consagrarse a la ciencia. ¡Y aquí está con nosotros! -recuerda Fidel-. Entré a trabajar al Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología. Poco después, Fidel Castro me mandó a llamar y me dijo: "Así que tú eres mi tocayo. Pues a partir de ahora seré tu padrino".
Fidel Castro, el comandante, estaba obsesionado con la biotecnología, e inició en 1984 un plan multimillonario para crear centros de investigación. En el primero de esos centros destinó al joven científico, que ahora era su ahijado, y que pronto se transformó en la cabeza de todos los proyectos de transgénicos y de experimentación animal de la isla. Bajo el mandato directo del jefe supremo, el joven Fidel creó por ingeniería genética los primeros conejos y ratones transgénicos del continente, y logró manipularlos genéticamente para que dieran en su leche diez tipos de biofármacos distintos, desde hormona del crecimiento humana, hasta proteínas que servían para la creación de glóbulos rojos o para prevenir infartos. Eran el orgullo del partido.
Decidieron transformarlo en un experto mundial. Por orden del comandante, le otorgaron su doctorado inconcluso y más tarde le financiaron tres posdoctorados en Inglaterra y Alemania. Fidel Castro, el otro, aparecía constantemente en su despacho, y le recordaba a su equipo que en sus manos estaba la revolución que iba a transformar a Cuba en una potencia. También le encargaba sus ambiciones personales. Una tarde llegó con Gorbachov, y le pidió que creara un cerdo que se alimentara de pasto. Satisfacer ese tipo de demandas, las de su padrino, era la razón de vida del científico. -Yo tenía una admiración tremenda por él. Era un tipo brillante, fuera de serie -dice Fidel-. Me tocaba discutir con él cada proyecto. Y era complicado, porque es muy terco, y a veces quería cosas que no tenían sentido. Pero era visionario.