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Mientras Europa debate si es necesario avanzar hacia un sistema privado de gestión de la salud, en el país que se ha erigido como modelo de atención médica privada el sistema zozobra y se enfrenta a una transformación histórica. La sanidad en Estados Unidos es la más cara del mundo. El gasto médico supera con creces los dos billones de dólares y, aun así, 45 millones de personas carecen de cobertura sanitaria alguna. En este país la cobertura sanitaria no es un derecho. De momento, y hasta que llegue la reforma sanitaria que ha prometido el presidente Barack Obama, es un bien de mercado. Y hay quienes pagan por ella con su vida.
A FONDO
- Nacimiento:
- 04-08-1961
- Lugar:
- Honolulu
45 millones de estadounidenses carecen de seguro médico
Un niño de 12 años murió por un dolor de muelas. No tenía una póliza privada
La factura media de algunos servicios de urgencias es de 1.000 dólares
El sistema es caro para el Estado y aun así deja población desprotegida
A Deamonte Driver, por ejemplo, una caries le llevó a la muerte. Falleció en Maryland en 2007, a los 12 años, por un dolor de muelas. Su madre no tenía seguro. El niño estaba adscrito a un seguro público conocido como Medicaid. Pero muy pocos médicos de EE UU aceptan esa cobertura, por la que reciben muy poca compensación. En este país un médico se puede permitir rechazar a un paciente, en función del seguro médico que tenga. De este modo, Deamonte se encontró con rechazo tras rechazo.
"Contactamos a muchísimos dentistas, sin éxito", explica Laurie Norris, abogada del Centro de Justicia Pública de Baltimore, que ayudó a la familia de Deamonte. "Al final tuve que exigir ayuda al Departamento de Salud e Higiene Dental de Maryland. El sistema no tiene por qué ser tan complicado".
Por no disponer de 80 dólares para sacarle una muela, Alyce, la madre de Deamonte, decidió esperar. Finalmente, cuando el dolor del niño pasó a ser insoportable, le llevó al centro de urgencias del Hospital Sur de Maryland, donde le dieron antiinflamatorios y le devolvieron a casa. Por entonces, el seguro de Deamonte había caducado. En una nueva visita a urgencias, los médicos descubrieron que las bacterias del diente podrido habían pasado al cerebro. Dos operaciones cerebrales y ocho semanas de cuidados intensivos no sirvieron para nada. Deamonte murió en febrero de 2007. Sus facturas médicas ascendían a 250.000 dólares. Ése es el precio de una vida sin un seguro médico digno.
Los hay que tienen más suerte y disponen de una póliza que puede proveer la empresa para la que se trabaja. También está la opción de pagar un seguro a título individual. Un importe razonable, para una persona de unos 40 años, ronda los 300 dólares mensuales. Cuando la cobertura se debe ampliar a niños o ancianos dependientes, el precio puede superar, ampliamente, los 1.500 dólares.
Con estos precios, hay personas que, aunque podrían hacer el esfuerzo de ahorrar unos dólares para tener cobertura, deciden, simplemente, jugársela. En EE UU hay más de 45 millones de ellos, personas que tienen que encontrar remedios alternativos y para los que prevenir es, forzosamente, curar.
"Yo voy al médico para lo imprescindible", explica Nicole Polec, fotógrafa de 28 años, residente en el barrio de Brooklyn, en Nueva York. El caso de Polec es una muestra de lo duro que es conseguir un seguro médico asequible en una gran capital. El diario The New York Times le dedicó a ella y a su generación un reportaje en el que explicaba el nacimiento de la cobertura sanitaria "al estilo del hágalo usted mismo". Estos jóvenes consiguen medicinas de donde pueden. Acuden a centros médicos de caridad. Confían en remedios naturales como las infusiones o la acupuntura. Y procuran poner el pie en una consulta médica sólo para lo imprescindible.
"Yo trabajo para una mujer que no me paga seguro médico", explica Polec, que nació en Detroit y se mudó a Nueva York hace dos años. "Cuando mi jefa va al médico, me lleva con ella. El doctor es amigo suyo y me da tratamiento como un favor. Nos las ingeniamos para ir tirando, sin tener que pagar esas sumas tan elevadas cada mes". ¿Y si sufre una emergencia? ¿Qué sucedería si se le diagnostica una enfermedad grave? ¿Y si se ve envuelta en un accidente de tráfico?
"Bueno, un hospital nunca se puede negar a atenderte. Es un derecho de los ciudadanos. Uno siempre puede acudir a urgencias, y siempre se le tratará", explica. Es cierto. Un hospital no puede negar, jamás, la atención a alguien que sufra una emergencia médica. Si el paciente está consciente, el personal de admisiones tratará de obtener su número de tarjeta de crédito. Pedirá información como su número de teléfono y dirección para poder enviar facturas.
Pero nunca, jamás, se le podrá negar tratamiento o se le podrá enviar a otro centro hospitalario. Una ley de 1986 establece que "aquellos individuos que necesiten atención médica urgente
deberán recibir los chequeos médicos necesarios para determinar si en realidad existe una condición de urgencia".
Con esta ley nació todo un sistema de sanidad paralela, una red de pacientes sin seguro médico que sólo acuden al médico cuando sufren una urgencia. Y que, muchas veces, no pueden pagar. La factura media de un servicio de emergencias de un hospital de Washington, la capital de EE UU, por tratar dolencias simples como una infección de oído o una intoxicación por consumir alimentos en mal estado supera los 1.000 dólares.
"En casi todas las ciudades hay centros de urgencias financiados con dinero público, destinados a tratar a este tipo de personas", explica Darrell J. Gaskin, profesor de Política Sanitaria de la Universidad de Maryland. "Pero o los que hay son pocos, o están lejos de donde estos ciudadanos trabajan u operan a unas horas muy limitadas al día. La única solución es acabar visitando una consulta en la que sabes que no te pueden rechazar".
El hacer de la visita a urgencias un hábito de salud puede ser una tirita aplicada sobre una herida profunda. Si alguien acude al hospital después de sufrir un desmayo, se le estabilizará. Pero en el supuesto de que sufra una enfermedad crónica, como cáncer, si no da pruebas de tener un seguro o de poder pagar, el centro médico tratará de darle el alta. "Estos centros podrán dar el alta al paciente y recomendarle que visite a su médico de cabecera para recibir tratamiento a largo plazo. De acuerdo con la ley de 1986, el hospital tiene el derecho de referirle a otro profesional una vez que su vida ya no corre riesgo inmediato", explica Gaskin.
Todos éstos son los resultados de una transformación que, según los sociólogos, tuvo lugar en EE UU en los años ochenta. En aquella década, la cobertura sanitaria pasó de ser contemplada como un derecho de la ciudadanía a ser un bien que debería ser regulado por la ley de la oferta y la demanda. "Entonces, el sector más conservador del Gobierno y la sociedad convenció al país de que las condiciones del libre comercio podrían reducir los precios y aumentar la satisfacción del consumidor", explica James Morone, profesor de Ciencia Política en la Universidad Brown y autor del libro Política de Reforma Sanitaria.
"Entonces, la izquierda decidió negociar algo que hasta la fecha no había sido negociable. Aceptó considerar la sanidad como un bien de mercado siempre y cuando hubiera unas excepciones, como que el Estado pagara las facturas de aquellos que no se lo pudieran permitir". Así es como nacieron dos grandes programas que hacen que el gasto público en Sanidad en EE UU haya acabado siendo el mayor del mundo sin, en realidad, cubrir a todos los ciudadanos: Medicare y Medicaid.
En términos sencillos, Medicaid es el nombre que reciben las ayudas estatales a los pacientes pobres. El programa conocido como Medicare lo conforman las subvenciones a ayudas sanitarias a los ancianos. Entre ambos, suponen unos 740.000 millones de dólares del gasto del Gobierno federal, un 24% del presupuesto anual estadounidense.
En realidad, y gracias en gran parte a estos dos mastodontes de la inversión pública, el Estado norteamericano cubre el 45% de los gastos totales en sanidad del país. Según información de la Organización Mundial de la Salud de 2005, EE UU invierte unos 2.862 dólares anuales por ciudadano en gastos sanitarios. Esta cifra sólo la superan -y no por mucha diferencia- países que aquí son modelo de atención pública universal, como Suecia, Noruega o Dinamarca.
Si este sistema es tan caro y sigue dejando a su propia suerte a 45 millones de norteamericanos, ¿por qué sigue estancado en un modelo inefectivo? Hillary Clinton podría dar muchas respuestas a esta pregunta. Ella, en sus primeros meses como primera dama, trató de reformar el sistema sanitario, ofreciendo cobertura universal a todos los ciudadanos.
No convenció ni al sector más conservador del Congreso ni a los muchos lobbies de empresas médicas y aseguradoras, que se gastaron unos 300 millones en campañas publicitarias y campañas políticas para derrotar la propuesta. Entre ambos hicieron la suficiente presión como para asfixiar una protesta que tachaban de burocrática e innecesaria.
Cuando los republicanos tomaron el control de la Cámara de Representantes y del Senado en 1994 dieron la reforma por muerta. Los medios criticaron entonces la poca habilidad política de Clinton. "La arrogancia de la primera dama llegó en un mal momento", sentenció la revista Newsweek en un artículo de 1994. Ella reconoció sus fallos en la campaña electoral del año pasado. "El proceso y el plan mismo tenían muchos errores", dijo en junio al diario The New York Times. "Intentábamos hacer algo muy difícil y cometimos muchos errores".
El presidente Obama puede aprender de aquellos errores. El pasado jueves comenzó oficialmente su proceso de reforma sanitaria con una reunión con su nominada a secretaria de Salud, Kathleen Sebelius, congresistas demócratas y republicanos y representantes del sector médico y asegurador. Todos se pondrán a trabajar en un plan que pueda satisfacer a consumidores y a empresarios.
Obama ha llegado a este punto consciente de que pasadas reformas han fracasado estrepitosamente. En la campaña electoral fue muy cuidadoso a la hora de hablar de políticas sanitarias: nunca llegó a prometer cobertura universal completa. El sector más progresista del Congreso le está forzando a que avance en esta dirección, y de hecho el presidente ha dicho que una de sus prioridades es dar cobertura a los más de 45 millones de norteamericanos que no disponen de seguro.
"Es posible que el presidente, atendiendo al sector más progresista del Senado, acabe iniciando los trámites que lleven a algún tipo de cobertura universal", explica Scott Harrington, profesor de Política Sanitaria en la Universidad de Pensilvania. "Pero es muy improbable que EE UU llegue al nivel de España. No creo que a nadie aquí se le pase por la cabeza llegar a un modelo de propiedad pública de hospitales y centros médicos. Pero sí que es probable que se llegue a un punto en el que todos los ciudadanos estén cubiertos por un seguro u otro".
En su reunión del jueves, el presidente dijo que "en estos días, la necesidad de esta reforma llega desde todos los espectros de la sociedad, desde los doctores, enfermeras, pacientes, sindicatos, empresas, hospitales, proveedores de atención médica y grupos comunitarios". Ahora, de él y de su habilidad política depende que el sistema cambie sólo aparentemente para seguir siendo lo que es, un bien de mercado en una economía en crisis, o que evolucione de verdad para volver a ser un derecho personal.